Un “pedacito” del Caribe, una familia, una red, un lenguaje, una pasión, el mismo humor, y hasta una forma de militar el feminismo. Eso es para sus jugadoras el kickingball, un deporte venezolano que llegó a la Argentina junto con la migración más reciente. Todo surgió en 2019 por cuatro amigas que se reencontraron con ganas de volver a jugar y a las que los números no les daban para completar un equipo, por lo que decidieron hacer una convocatoria en redes sociales: a la primera reunión asistieron 87 interesadas. Al segundo encuentro, 380.
“Estábamos aburridas. Dijimos ‘vamos a jugar kickingball’, pero éramos 4. ‘Necesitamos más gente. ¿Cómo hacemos?’, pensamos. En ese momento sí había una migración importante. Entonces se nos ocurrió hacer una publicación en Facebook”, cuenta Adamitza (44), que llegó al país en 2017.
La población migrante venezolana, que constituía el 0,7% del total en 2012, experimentó un importante incremento en los años siguientes, y pasó a representar el 39% en 2020, según el Registro Nacional de las Personas (Renaper). La Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela (R4V) estimó que para 2023 eran 220 mil las personas de esa nacionalidad que vivían en el país.
“Cuando se hizo la primera reunión no sabíamos qué decir, porque nosotras lo que queríamos era armar dos equipos. Nos tocó improvisar”, continúa Adamitza. Afortunadamente había profesoras de educación física que organizaron la parte del entrenamiento, mientras otras se encargaron de la logística: el primer paso fue conseguir una cancha en la que entrenaban por grupos. De ese grupo de cuatro mujeres salieron también los primeros cuatro equipos: Cobras, Guerreras del Caribe, Vikingas y Jacarandas.

Pandemia de por medio, los ahora 17 equipos se reúnen todos los domingos en el Parque Olímpico de Ciudad de Buenos Aires. “Al principio esto se dio como un drenar de nuestra migración”, explica Adamitza. “Era como encontrarnos con nosotras mismas, con nuestra cultura, hacer un chiste y no tener que explicarlo, ir a una mini Venezuela”. Argentina fue su segunda migración. Un tiempo antes había estado trabajando en los Estados Unidos, país al que también emigró con su pareja y su hijo. “En algún momento yo sentí que en Venezuela no podíamos ser lo que queríamos ser. No quería que mi hijo viviera esa experiencia, yo quería que creciera teniendo lo mismo que yo tenía en Venezuela, cuando mis papás me criaron. Una de las cosas fundamentales era hacer deporte. Y Argentina me está permitiendo eso”, comenta.
Encontrar un lugar en la cancha (y en la vida)
A Estefanía (34), que llegó de Venezuela en 2018, Argentina le dio la posibilidad de conectarse con un sueño que tenía desde chica. Cuando jugaba al kickingball, deporte que practica de manera competitiva desde 2014, se dedicaba a contemplar el trabajo de los árbitros.
“Me fui enamorando del arbitraje. Cuando me vine acá ya me vine con esas ganas. Me reencontré con el kickingball, empecé a acomodarme y a definir cuál era mi lugar”. Ahora, además de formar parte del equipo de arbitraje, enseña a otras a seguir ese camino.
“Decidí venir a Argentina porque me gusta la mentalidad del país. Es un país bastante feminista. De Latinoamérica Argentina es uno de los países que tiene más movimiento, más militancia feminista, y yo creo que eso es lo que me trajo aquí”, cuenta.

El lugar que se hizo en el país también lo reclamó en las canchas venezolanas. Para ella, el kickingball es militancia. “Me pasaba mucho en primer y segundo grado que la cancha la tenían los niños porque estaban jugando fútbol y las niñas no jugaban”. El kickingball, que en las escuelas es mixto, pero a nivel competitivo juegan las mujeres, fue una excusa para romper esa barrera. “Para mí fue una liberación. Fue como una lucha femenina de decir: ‘ahora la cancha es nuestra’”.
Su pasión contagió a las jugadoras locales, que de a poco se fueron incorporando. “Las argentinas también se enganchan. Tenemos muchas chicas que sienten a este deporte como un lugar de pertenencia, como un deporte propio. A mí eso me llena de orgullo”, cierra.
“Para mí fue una liberación. Fue como una lucha femenina de decir: ‘ahora la cancha es nuestra’”
Priscila (36) es venezolana, y su papá argentino. Cuando terminó el secundario decidió emigrar al país de su familia paterna. Por entonces, hace 20 años, no era tan fácil encontrar platos típicos o algún rincón de la cultura que dejó. Pero en 2019, cuando vio la convocatoria para jugar kickingball en redes, no dudó: escribió a todos los equipos para pedir incorporarse. Las primeras en responder fueron las Cobras, un lugar en el que encontró además una forma de dejar por un momento las tareas de cuidado.
El deporte también es una forma de vincularse con sus raíces. “He vuelto a usar palabras que ya no usaba”, cuenta.
Además de un lenguaje común, el equipo se transformó en una familia. “Nos ayudamos en lo que sea. Hace poco se armó un campeonato para una compañera que tenía un problema de salud”.
Historias de ida y vuelta
El padre de Marcela (31) es tucumano. Se fue a Venezuela en plena dictadura militar. Cuando ella terminó la escuela y decidió emigrar, él le puso como única condición que fuera a la Argentina.
“No conocía a mi familia paterna antes de venir, pero me sentí como si me hubiera criado con ellos. No tenían mucha idea de cómo era recibir a una persona migrante, pero lo hicieron muy bien”, agrega. “Creo que somos muy parecidos y por eso los venezolanos nos adaptamos mucho a este país. El argentino nos recibió como un argentino más, como nosotros en su momento recibimos a los argentinos que emigraron a Venezuela”.
Con el kickingball la familia se amplió: “me ayudó a conectarme y a formar un grupo de amigos que hoy son mi familia. Son la familia que este país me permitió elegir”.
Cintia (47) nació en Buenos Aires, pero en 1990 su familia se fue a vivir a Venezuela. Su papá había emigrado en 1984, y ella solía ir de vacaciones allí. Hace nueve años regresó a Argentina. Para ella, si hay algo que une a ambas culturas, es la pasión. “Son dos países muy apasionados por lo que hacen. La pasión por el fútbol, por juntarse a comer, por salir”.
A Julnny (33), que llegó hace 10 años, el deporte la ayudó a atravesar los duelos propios de la migración. “Estás en otro país, pero sentís el mismo Caribe, las mismas costumbres, la misma forma de hablar. Ser migrante te genera una nostalgia que se vive”, cuenta.
“Esto es un espacio donde conectas directamente con tus raíces”, dice en el mismo sentido Angie (38). “Hablas con personas que entienden lo que estás diciendo, sentimos esa conexión”, explica. La Asociación de Kickingball está en proceso de formación, y tiene la idea de avanzar y conseguir que el deporte sea parte de la cotidianidad en Argentina. La idea es que en algún momento se pueda impartir como materia en las escuelas.
Angie fue una de las precursoras del deporte en Argentina, y ese es un recuerdo que tiene muy vívido: la idea surgió un 7 de abril de 2019, en una celebración de cuatro amigas.
Cinco años después, al finalizar cada partido, las jugadoras se reúnen a comer platos típicos venezolanos o un asado argentino.
Mientras tanto, y durante las competencias, se escuchan cánticos y algún que otro feliz cumpleaños.
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