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En un giro radical de la política migratoria estadounidense, la administración de Donald Trump ha desplegado un conjunto de medidas orientadas a cumplir una de sus promesas de campaña más controversiales: llevar adelante la mayor deportación en la historia del país. Bajo el argumento de garantizar la seguridad nacional y descongestionar un sistema colapsado, el gobierno ha implementado reformas estructurales, operativos sin precedentes y decisiones judiciales cuestionadas por organizaciones de derechos humanos. En esta nota, repasamos seis aspectos centrales del plan y las múltiples reacciones que desató en distintos sectores sociales y políticos.

Reducción de la Junta de Apelaciones de Inmigración: una maniobra para limitar el acceso a la justicia

La Junta de Apelaciones de Inmigración (Board of Immigration Appeals, BIA), es el máximo órgano administrativo dentro del sistema migratorio de Estados Unidos. Depende de la Oficina Ejecutiva de Revisión de Casos de Inmigración (Executive Office for Immigration Review, EOIR), que forma parte del Departamento de Justicia. Su función principal es revisar las decisiones tomadas por los jueces de inmigración, que en primera instancia definen si una persona debe ser deportada, si puede acceder a un beneficio migratorio —como el asilo— o si corresponde suspender una orden de expulsión. Cuando una persona migrante, o el propio gobierno a través del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés), no está conforme con ese fallo, puede apelar al BIA, por lo que este organismo actúa como un tribunal de segunda instancia dentro de la justicia migratoria administrativa.

En el marco de las políticas ultra restrictivas de Donald Trump, la Junta de Apelaciones de Inmigración fue drásticamente reducida por orden del Departamento de Justicia bajo la administración Trump: de 28 miembros, pasó a tener solo 15. Nueve de los jueces desplazados habían sido designados durante el gobierno de Joe Biden.

Si bien la decisión fue justificada como una medida operativa para reducir costos y aumentar la eficiencia, expertos en derecho migratorio la interpretan como un intento deliberado de reestructurar el cuerpo colegiado con una orientación ideológica más restrictiva. “La reducción del BIA tiene ecos de la purga de 2002, cuando John Ashcroft recortó sus miembros para eliminar voces más favorables a los migrantes”, explicó Paul Schmidt, ex presidente del BIA entre 1995 y 2001.

El problema no es sólo simbólico: las decisiones del BIA son vinculantes para todos los jueces de inmigración y para el Departamento de Seguridad Nacional (DHS), y afectan casos de deportación, peticiones de asilo, reapertura de causas y clasificación de familiares para visas. Al reducir su composición, se incrementa la carga sobre el resto del sistema, justo cuando las cortes migratorias enfrentan un récord histórico de más de 3,7 millones de casos acumulados. De acuerdo al Hispanic Post, esta reducción aumenta significativamente la carga de trabajo para cada juez, con un promedio de 6.000 casos pendientes por cada uno, ralentizando las evaluaciones exhaustivas de cada caso y retrasando los procesos migratorios.

Además, abogados y académicos advierten que se está debilitando la independencia judicial. Desde la asunción de Trump, han sido despedidos 15 jueces y 13 administradores del sistema de cortes migratorias. Esto alimentó los reclamos de crear un sistema judicial migratorio independiente del poder ejecutivo, una propuesta respaldada por la Asociación Estadounidense de Abogados de Inmigración (AILA) y la Asociación de Abogados de EE. UU. (ABA).

Rechazo de solicitudes de asilo sin audiencia: una redefinición silenciosa del debido proceso

Una instrucción interna firmada por Sirce Owen, directora interina de la EOIR, introdujo un cambio sustancial: los jueces de inmigración ahora pueden rechazar solicitudes de asilo sin necesidad de una audiencia, si consideran que no presentan desde el inicio fundamentos legales claros. Esto implica que si la petición no demuestra persecución por una de las cinco causales protegidas —raza, religión, nacionalidad, opinión política o pertenencia a un grupo social particular—, puede ser desestimada de manera sumaria.

Esta lógica procesal es profundamente regresiva en términos de garantías. Si bien los sistemas jurídicos suelen contar con mecanismos para desestimar demandas claramente infundadas, en materia de asilo la frontera entre “incompleto” y “no legítimo” es extremadamente delicada. Muchos solicitantes, especialmente quienes no cuentan con representación legal o dominan poco el idioma inglés, pueden presentar sus argumentos de forma confusa o incompleta, sin que eso implique que su temor de persecución no sea real. La posibilidad de ser rechazado sin audiencia amplifica la desigualdad estructural que enfrentan las personas migrantes en el sistema judicial estadounidense.

Owen argumentó que la medida responde al colapso del sistema: de los 3,7 millones de casos que acumula la EOIR, 1,7 millones pertenecen a solicitudes formales de asilo. No obstante, organizaciones de derechos humanos advierten que el objetivo real es acelerar deportaciones sin garantizar el derecho al debido proceso.

Deportaciones exprés con base en la Ley de Enemigos Extranjeros: una herramienta del siglo XVIII

La Ley de Enemigos Extranjeros de 1798 permite al Poder Ejecutivo arrestar, encarcelar y deportar a cualquier extranjero que fuera súbdito de una nación enemiga. Fuente: The Colonial Williamsburg Foundation

En una de las decisiones más controvertidas de su administración, Donald Trump recurrió a una ley de 1798 —la Alien Enemies Act o Ley de Enemigos Extranjeros— para ejecutar deportaciones exprés de migrantes venezolanos, bajo la sospecha de pertenecer al grupo criminal Tren de Aragua. Para la administración republicana, ser venezolano en Estados Unidos supone pertenecer a esta banda hasta que se demuestre lo contrario. Esta medida, de enorme gravedad jurídica, habilitó al gobierno a llevar a cabo detenciones y expulsiones sin pruebas concretas ni garantías judiciales, desatando fuertes críticas de organismos de derechos humanos y cuestionamientos desde el Poder Judicial.

La Ley de Enemigos Extranjeros, aprobada hace más de dos siglos durante el mandato de John Adams, fue pensada originalmente como un instrumento de defensa nacional en tiempos de guerra. Su propósito era permitir al presidente detener y expulsar a ciudadanos de países enemigos con los que Estados Unidos estuviera en conflicto bélico. En su historia, esta norma sólo fue aplicada tres veces: durante la guerra de 1812 con el Reino Unido, y en ambas guerras mundiales del siglo XX. En esos contextos, miles de personas —principalmente de origen alemán, italiano y japonés— fueron arrestadas por su nacionalidad, sin que mediara evidencia de delitos concretos.

Lo inédito del caso actual es que Trump utilizó esta legislación bélica en un contexto de paz, con el argumento de que el Tren de Aragua representa una amenaza directa a la seguridad nacional de Estados Unidos. Mediante un decreto presidencial firmado en marzo, el expresidente declaró que el grupo venezolano estaba “perpetrando, intentando y amenazando con una invasión o incursión predatoria contra el territorio estadounidense”, habilitando así la aplicación de la ley. A partir de esa interpretación, se ordenó la detención y expulsión de todos los ciudadanos venezolanos mayores de 14 años que fueran sospechosos de integrar dicha organización, siempre que no fueran residentes permanentes ni ciudadanos naturalizados.

Esta declaración permitió al Departamento de Justicia, liderado por Pam Bondi, emitir un memorándum que transformó radicalmente los procedimientos migratorios: los agentes del ICE quedaron autorizados a ingresar a domicilios sin orden judicial, realizar detenciones y proceder a deportaciones sin presentar pruebas ni permitir que los acusados se defendieran. Según reveló una investigación exclusiva de USA Today, el único requisito exigido para justificar las detenciones era la existencia de una “sospecha razonable”.

Más de 200 migrantes fueron detenidos en ciudades como Miami, Houston o Nueva York y deportados sin previo aviso ni oportunidad de apelar. La mayoría fueron trasladados a centros de detención fuera del país, sin información pública sobre sus identidades ni pruebas de vínculos con organizaciones criminales. En muchos casos, los únicos indicios utilizados fueron tatuajes o simplemente la nacionalidad venezolana.

Sin embargo, la Corte Suprema ordenó al gobierno no expulsar a ningún miembro de la supuesta clase de detenidos de Estados Unidos hasta que emitan una nueva orden. La decisión responde a la apelación de emergencia presentada por abogados de derechos humanos con el fin de frenar la deportación de migrantes actualmente retenidos. El juez federal James Boasberg, del Distrito de Columbia, dictaminó que la Ley de Enemigos Extranjeros no era aplicable, ya que exige que la amenaza provenga de un “gobierno extranjero” y no de un grupo criminal. A pesar del fallo, el gobierno desoyó la orden judicial, lo que evidenció un preocupante nivel de desobediencia institucional.

En suma, la utilización de una ley pensada para tiempos de guerra como herramienta de política migratoria evidencia un retroceso alarmante en materia de derechos y garantías. En lugar de combatir el crimen con herramientas jurídicas adecuadas, el gobierno optó por criminalizar identidades nacionales y restringir libertades básicas, en un escenario que deja a los migrantes en una situación extrema de vulnerabilidad.

Estudiantes internacionales: cancelaciones arbitrarias de visas y registros

Las protestas en las universidades de los Estados Unidos pusieron en situación de riesgo a muchos estudiantes extranjeros. Foto: Charity Davenport.

Miles de estudiantes extranjeros fueron blanco de una ofensiva sin precedentes por parte del ICE. Desde marzo, al menos 4.700 estudiantes vieron sus registros migratorios (SEVIS) cancelados, muchos de ellos sin haber cometido delito alguno. Otros fueron sancionados por infracciones menores, como conducir sin licencia, y en algunos casos, por haber participado en protestas en apoyo a Gaza, entre otras acusaciones.

Casos emblemáticos como el del investigador Xiaotian Liu, estudiante de doctorado en informática Dartmouth College, pusieron de relieve la arbitrariedad de las decisiones. Liu, ciudadano chino, fue sancionado sin antecedentes ni cargos formales. En respuesta, varios jueces federales emitieron órdenes de restricción para impedir deportaciones, y múltiples demandas obligaron al gobierno a suspender las cancelaciones.

Gregory Chen, de la American Immigration Lawyers Association (AILA), declaró: “ICE tuvo que retroceder tras el desastre que provocó. Pero el daño ya está hecho: los estudiantes quedaron sin vivienda, sin trabajo y en riesgo de expulsión”. En este sentido, de acuerdo con una revisión de Associated Press de las declaraciones de representantes universitarios, desde abril de 2025, más de 1.200 estudiantes internacionales han visto revocada su visa o se les ha cancelado su estatus legal, perjudicando no sólo su desempeño académico sino también su vida en EE.UU.

La administración Trump se comprometió a revisar las cancelaciones y desarrollar una nueva política, aunque aún no se sabe si reactivará los registros de quienes ya fueron expulsados o forzados a irse del país.

El episodio dejó en evidencia la fragilidad del estatus migratorio de los estudiantes internacionales y expuso el uso del sistema como herramienta de vigilancia y castigo, más allá de la legalidad vigente. En su conjunto, la ofensiva contra este colectivo se inscribe en una estrategia más amplia de criminalización de la disidencia y disuasión de la migración no deseada.

El regreso del programa “Quédate en México”

La presidenta de México, Claudia Sheinbaum, declaró a principios de año que rechazaría el retorno del programa “Quédate en México”. Foto: Eneas de Troya (CC BY 2.0, sin cambios)

El 21 de enero de 2025, el gobierno estadounidense reinstauró formalmente el programa conocido como “Quédate en México” (Migrant Protection Protocols, MPP), una política que obliga a las personas solicitantes de asilo a esperar la resolución de sus casos en territorio mexicano. Esta medida, que ya había sido implementada entre 2019 y 2021 durante el primer mandato de Trump, fue ampliamente cuestionada por su impacto humanitario.

El MPP implica una externalización del proceso de asilo, trasladando el riesgo y la responsabilidad a México sin garantías suficientes de protección. Las personas afectadas quedan varadas en ciudades fronterizas como Tijuana, Ciudad Juárez o Reynosa, donde enfrentan condiciones de vida precarias, violencia, explotación y violaciones a los derechos humanos. Diversos informes documentaron casos de secuestros, violaciones, extorsión y asesinatos de solicitantes de asilo bajo este régimen.

Durante el gobierno de Joe Biden, el programa fue suspendido en 2021 y posteriormente reinstalado por orden judicial en 2022. Finalmente, la Corte Suprema permitió que el Ejecutivo decidiera su continuidad. En este contexto, la administración Trump ha optado por reactivarlo, en medio de un discurso centrado en la “seguridad fronteriza” y el “control de flujos migratorios”. No obstante, las organizaciones de derechos humanos insisten en que el MPP no sólo vulnera normas internacionales sobre refugio, sino que reproduce un sistema de asilo desigual, condicionado por la nacionalidad, la clase y el acceso a representación legal.

Un amparo presentado en México por el Instituto para las Mujeres en la Migración (IMUMI) cuestionó la legalidad del programa desde el lado mexicano, argumentando que pone en riesgo la integridad física y psicológica de las personas migrantes, impide el acceso a procesos justos y discrimina especialmente a mujeres y niños. Aunque el fallo fue favorable, aún no se ha logrado su cumplimiento efectivo. Mientras tanto, miles de personas siguen atrapadas en un limbo jurídico y humanitario a la espera de que sus casos sean escuchados.

El acuerdo con Bukele para encarcelar deportados

Visita oficial Presidente Bukele en EE.UU. Foto: Casa Presidencial El Salvador (Dominio Público)

La política de deportaciones masivas impulsada por el gobierno de Trump ha incluido también la firma de un acuerdo con el presidente de El Salvador, Nayib Bukele. Bajo este convenio bilateral, El Salvador se compromete a recibir migrantes deportados de cualquier nacionalidad —incluidos ciudadanos estadounidenses condenados— y a alojarlos en el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), una megacárcel inaugurada en 2023 que alberga a miembros de pandillas como la MS-13 y Barrio 18.

El acuerdo fue presentado como un pacto de cooperación regional en materia de seguridad y migración. El secretario de Estado, Marco Rubio, lo calificó como “el acuerdo migratorio más extraordinario en cualquier parte del mundo”, el cual ya permitió la deportación de 261 personas extranjeras a la megacárcel salvadoreña durante marzo de 2025.

Sin embargo, el carácter inédito del convenio —que incluye la posibilidad de enviar a ciudadanos estadounidenses al extranjero para cumplir penas— ha encendido alarmas entre constitucionalistas y defensores de derechos humanos. No existen antecedentes contemporáneos en democracias liberales de una medida semejante.

Este anuncio generó un revuelo legal y ético. Deportar ciudadanos estadounidenses a cárceles extranjeras no tiene antecedentes en democracias modernas y viola tratados internacionales. Grupos de derechos humanos advirtieron además que El Salvador no tiene políticas consistentes de atención a migrantes y refugiados, lo que podría traducirse en nuevas violaciones a los derechos fundamentales.

Los desafíos para las organizaciones defensoras de DDHH

Las medidas aquí analizadas conforman una arquitectura paralegal que persigue la erradicación masiva de migrantes con el menor margen posible de intervención judicial. Al hacerlo, no sólo afectan a quienes llegan al país, sino también a quienes ya residen en él, incluidos estudiantes, trabajadores, solicitantes de asilo y personas con vínculos familiares y laborales consolidados.

Organismos internacionales, académicos y abogados coinciden en que este modelo no sólo es injustificado, sino que instala un régimen punitivo, excluyente y potencialmente ilegal. A medida que Trump profundiza su estrategia, el desafío para las organizaciones defensoras de derechos humanos será seguir documentando, litigando y resistiendo en un contexto cada vez más restrictivo y autoritario.


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Equipo periodístico |  + notas

Antropóloga. Se especializa en el campo de la antropología forense, particularmente en temas como las desapariciones en democracia y la violencia de género. Su familia tiene raíces en Alessandria, Calabria, Cataluña y Roma. Le gusta el mar, escribir, viajar y conocer nuevas historias.

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Amante del Jazz, el tenis, el yoga y los idiomas.
La temática migrante condensa algunos pilares que, desde mi punto de vista, son de suma importancia en cuanto seres intrínsecamente sociales: la empatía, el diálogo y el intercambio cultural como formas de construir una mundo más justo, sustentado en el amor y la hospitalidad.


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