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El 25 de noviembre no es una fecha conmemorativa más en el calendario internacional: es el resultado de una larga lucha marcada por el dolor, la resistencia y la memoria. En esta fecha, el mundo recuerda a Patria, Minerva y María Teresa Mirabal, tres hermanas dominicanas asesinadas en 1960 por orden del dictador Rafael Leónidas Trujillo, tras años de persecución por su militancia en el Movimiento Revolucionario 14 de Junio. Su muerte fue disfrazada como un accidente, pero la brutalidad del crimen y el simbolismo de sus vidas convirtieron a las “Mariposas”, como eran conocidas, en un emblema de la resistencia femenina contra la violencia patriarcal y la represión política.

Veintiún años después, en el Primer Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe (Bogotá, 1981), las organizaciones feministas de la región declararon el 25 de noviembre como Día de Lucha contra la Violencia hacia las Mujeres, en homenaje a las Mirabal. Casi dos décadas más tarde, la Asamblea General de las Naciones Unidas, mediante su Resolución 54/134 del 17 de diciembre de 1999, oficializó la fecha como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, instando a los Estados y organismos internacionales a realizar actividades de sensibilización, prevención y erradicación. Desde entonces, cada 25N es un llamado a revisar lo que los gobiernos prometen —y lo que efectivamente hacen— frente a una de las violaciones de derechos humanos más extendidas, sistemáticas y naturalizadas del planeta.

¿Qué es la violencia de género?

La violencia de género abarca todas aquellas conductas, acciones u omisiones basadas en desigualdades estructurales que buscan someter, disciplinar o controlar a las mujeres y diversidades. Es una forma de violencia que se sostiene sobre patrones culturales profundamente arraigados y sobre relaciones desiguales de poder.

En Argentina, la Ley 26.485 la define como toda conducta que cause daño físico, psicológico, sexual, económico o simbólico, tanto en el ámbito público como en el privado.

Este tipo de violencia se expresa de múltiples maneras. La violencia física incluye golpes, agresiones y cualquier acto que afecte la integridad corporal. La violencia psicológica implica manipulación, amenazas, hostigamiento y aislamiento. La violencia sexual incluye desde abusos y violaciones hasta toda forma de coerción que vulnere la libertad sexual.

La violencia económica y patrimonial sucede cuando se controlan recursos, se impide trabajar o se retienen bienes; mientras que la violencia simbólica reproduce estereotipos y mensajes que legitiman la desigualdad. A estas formas se suman la violencia doméstica, ejercida en el ámbito familiar; la violencia institucional, cuando las respuestas estatales obstaculizan o revictimizan; la violencia laboral, presente en prácticas discriminatorias o acoso; y la violencia política, que busca limitar la participación de mujeres y diversidades en los espacios de poder. Por último, menos conocida pero frecuente, la violencia vicaria o “violencia desplazada” es un tipo de violencia de género por la cual los hijos e hijas de las mujeres víctimas son instrumentalizados como objeto para maltratar y ocasionar dolor a sus madres.

El femicidio se trata del asesinato de una persona de identidad femenina por motivos de género. No es un crimen “pasional” ni un hecho aislado: es la consecuencia de violencias previas, ejercicios de control y desigualdades estructurales que se acumulan.

En Argentina, esta figura se incorporó al Código Penal en 2012 y reconoce como agravante los asesinatos perpetrados en contextos de violencia de género, violencia doméstica o relaciones de poder desiguales.

A esta categoría se suma el femicidio vinculado, que refiere a los asesinatos de personas, niñas, niños, familiares o parejas, realizados con el objetivo de causar daño o castigo a la mujer. En los últimos años, además, se reconoce como parte del mismo fenómeno los transfemicidios y travesticidios, que afectan a personas trans y travestis y que responden a crímenes de odio motivados por identidad de género.

Incluir estas definiciones constituye una necesidad política. Mientras los discursos negacionistas relativizan el problema, los datos muestran que la violencia de género continúa siendo una de las principales violaciones a los derechos humanos en la región. Comprender qué es y cómo opera permite desarmar las narrativas que buscan minimizarla y, sobre todo, exigir las responsabilidades estatales y sociales que la prevención demanda.

Compromisos internacionales: promesas, avances y deudas

La comunidad internacional ha reconocido formalmente la violencia de género como una violación de los derechos humanos desde finales del siglo XX, pero los compromisos asumidos contrastan con la lentitud de su cumplimiento.

En 1979, la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), adoptada por la Asamblea General de la ONU, sentó las bases del reconocimiento internacional de los derechos de las mujeres. A través de su Recomendación General N.º 19 (1992) y, posteriormente, la N.º 35 (2017), el Comité CEDAW amplió la definición de violencia de género, estableciendo que los Estados son responsables no solo de prevenirla, sino también de actuar con diligencia ante cada caso, reparar a las víctimas y sancionar a los agresores (Comité CEDAW, 2017).

En América Latina, el gran punto de inflexión fue la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer —“Belém do Pará” (1994), el primer tratado del mundo que definió la violencia contra las mujeres como una violación de los derechos humanos y una manifestación de relaciones de poder desiguales. Su Mecanismo de Seguimiento, el MESECVI, creado en 2004, ha permitido evaluar periódicamente el cumplimiento de los Estados, generando informes que evidencian los avances normativos y las brechas en la implementación (OEA, MESECVI, 2023).

La Plataforma de Acción de Beijing (1995) reforzó el compromiso global, incorporando la violencia como una de las doce esferas prioritarias de acción, a la vez que la Agenda Regional de Género de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) , consolidada en los Consensos de Quito (2007), Santo Domingo (2013) y Buenos Aires (2022), actualizó la mirada latinoamericana, conectando las violencias con la pobreza, la desigualdad, el racismo y la migración (CEPAL, 2022).

Por otro lado, los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) son un conjunto de 17 metas globales impulsadas por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en el marco de la Agenda 2030, cuyo propósito es orientar políticas públicas para reducir desigualdades, proteger el ambiente y mejorar las condiciones de vida a nivel mundial. En ese marco, el ODS N.º 5 insta a “lograr la igualdad entre los géneros y empoderar a todas las mujeres y las niñas”, procurando poner fin a toda forma de discriminación y violencia contra mujeres y niñas en ámbitos públicos y privados , reconocer y redistribuir el trabajo doméstico y de cuidados, garantizar la participación y el liderazgo de las mujeres en todos los niveles de decisión, asegurar el acceso universal a la educación, salud sexual y reproductiva, erradicar prácticas nocivas como el matrimonio infantil y garantizar igualdad en el acceso a recursos económicos, así como fortalecer leyes y políticas para la igualdad de género.

Estos instrumentos, que conforman un andamiaje jurídico y político de enorme alcance, son los que hoy permiten exigir a los Estados rendición de cuentas ante los organismos internacionales. Sin embargo, de acuerdo al informe de ONU del año 2023 denominado Igualdad de género y empoderamiento de la mujer – Desarrollo Sostenible, se advierte que apenas el 15,4% de los indicadores del Objetivo 5 de los que se disponen datos, van “por buen camino”. A este ritmo, se estima que se tardará más de 100 años en cumplir con las metas establecidas para este objetivo. 

En este sentido, cabe destacar que América Latina es la región que más ha legislado sobre violencia de género, pero también la que muestra los más altos índices de violencia por motivos de género.

América Latina y el Caribe en cifras: una región marcada por la violencia

América Latina y el Caribe es la única región del mundo donde la mayoría de los países han tipificado el femicidio o feminicidio (18 de 33). Sin embargo, sigue registrando las tasas más altas del planeta. 

Según la CEPAL (2024), en 2023 fueron asesinadas 3.897 mujeres por razones de género: 11 muertes por día.

Las tasas contrastan de manera contundente:

  • Honduras: 7,2 por cada 100.000 mujeres
  • República Dominicana: 2,9
  • El Salvador: 2,8
  • México: 2,3
  • Perú: 0,7
  • Costa Rica: 0,8
  • Chile: 0,4

El 50 % de los asesinatos se concentra en México, Brasil, Honduras y República Dominicana. El 29 % de las víctimas tenía entre 15 y 29 años; el 5,5 % eran mujeres migrantes. 

Según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Público, en México, durante los primeros seis meses de 2025, se registraron 338 casos de femicidios. En Brasil los femicidios alcanzaron una cifra récord en 2024. Según datos publicados en el Informe Anual Socioeconómico de la Mujer 2025, publicado por el Ministerio de las Mujeres, se registraron 1459 femicidios en 2024, lo que representó un incremento del 0,69% en comparación con 2023.

En Colombia, la situación también es alarmante. Según el Observatorio de Feminicidios de Colombia, en el primer semestre de 2025 se registraron: 427 feminicidios y 256 tentativas. A pesar de contar con una legislación específica —como la Ley 1761, “Ley Rosa Elvira Cely”, que tipifica el feminicidio como delito autónomo— la impunidad persiste. La Defensoría del Pueblo reportó que entre enero y abril de 2025 hubo 123 feminicidios, 79 tentativas y 19 asesinatos contra personas LGBTI+, incluidos transfemicidios.

La violencia estructural en Colombia, como en gran parte de la región, se cruza con desigualdades de género, clase y orientación sexual.

ONU Mujeres agrega indicadores que muestran la profundidad estructural de la desigualdad: el 88,9 % de las mujeres latinoamericanas realiza trabajo doméstico no remunerado (frente al 57,9 % de los varones), y el 75 % de los casos de violencia sexual permanece sin denunciar. 

La violencia institucional también es un problema creciente: 9 de cada 10 mujeres que acuden a denunciar sufren algún tipo de revictimización (MESECVI, Segundo Informe Hemisférico 2023).

Brecha salarial, trabajo de cuidados y techo de cristal: desigualdades que sostienen la violencia

La violencia de género no se expresa sólo en los femicidios: también se sostiene en desigualdades económicas persistentes. Según ONU Mujeres (2024), en América Latina las mujeres ganan en promedio un 24 % menos que los varones, incluso teniendo igual nivel educativo. Esta brecha se agrava entre mujeres migrantes, afrodescendientes e indígenas.
La raíz de esta desigualdad está directamente vinculada al trabajo doméstico y de cuidados no remunerado, del cual las mujeres realizan casi tres veces más que los varones (CEPAL, 2023). Esta carga limita su tiempo disponible para empleos remunerados, formación profesional y participación política, reforzando la división sexual del trabajo.

A esto se suma el techo de cristal, una barrera invisible que impide el acceso de las mujeres a posiciones de decisión: solo el 28 % de los cargos directivos en la región están ocupados por mujeres (PNUD & OIT, 2023). La segregación horizontal también persiste: los sectores peor remunerados —servicio doméstico, cuidados, trabajo comunitario— continúan altamente feminizados y precarizados.

Cuando el poder también niega: violencia de género, discursos de odio y leyes en crisis en Argentina

Argentina conmemora este año una fecha clave: el 14 de noviembre de 2012, cuando se incorporó al Código Penal la figura de femicidio como agravante del homicidio, ampliada luego para incluir los crímenes de odio por identidad de género (Ley 26.791).

Sin embargo, el escenario político y social muestra un retroceso preocupante. En un contexto global marcado por la circulación creciente de discursos de odio, emergen alarmas no solo por los crímenes concretos, sino también por el rechazo simbólico a compromisos internacionales básicos en materia de derechos humanos. En 2024, Argentina fue el único país de toda la ONU en oponerse a una resolución destinada a intensificar los esfuerzos para erradicar la violencia contra mujeres y niñas. La decisión se cruza con cifras urgentes de femicidios en el país y con una narrativa cada vez más hostil hacia la perspectiva de género, en una región donde la violencia contra las mujeres no solo persiste: se profundiza.

Por otro lado, en 2024, el Gobierno eliminó el Ministerio de las Mujeres, recortó el Programa Acompañar en un 90%, desfinanció la Línea 144 en más del 64 % y el Proyecto de Presupuesto 2025 no incluyó partidas específicas para género.

Además, este año, el DNU 366/2025 modificó la Ley 25.871 y la Ley 346, restringiendo salud, educación y regularización migratoria, lo que aumentará la exposición de mujeres migrantes a la violencia (Boletín Oficial, 2025).

Violencia concreta: cifras que no admiten negacionismo

Mientras se debaten discursos diplomáticos, la violencia contra las mujeres y disidencias sigue cobrando vidas en Argentina. Según el Observatorio de Femicidios Adriana Marisel Zambrano de La Casa del Encuentro, entre el 1° de enero y el 30 de septiembre de 2025 se registraron: 181 víctimas de violencia de género de las cuales, 167 fueron femicidios de mujeres y niñas, 1 lesbicidio, 1 transfemicidio y 12 femicidios vinculados de varones adultos y niños.

Otros datos del informe profundizan la dimensión estructural del problema: 166 hijas e hijos quedaron sin madre, más de la mitad menores de edad. En el 59 % de los casos, el agresor era pareja o expareja. Y en el 63 %, el asesinato ocurrió en el hogar de la víctima. Las cifras muestran un escenario brutal que no admite políticas exteriores desentendidas ni simbolismos vacíos: la violencia ocurre en la vida cotidiana y en los espacios más íntimos.

Los datos del Sistema Integrado de Casos de Violencia por Motivos de Género (SICVG, Ministerio de Justicia, 2023) registraron 252 femicidios en un año: una mujer asesinada cada 35 horas. El 64 % de los agresores eran parejas o exparejas; el 78 % de los hechos ocurrió en el hogar de la víctima; y sólo el 19 % de las mujeres había realizado la denuncia.

Datos 2025 actualizados:

  • La Oficina de la Mujer de la Corte Suprema (2025) reportó 285 femicidios y travesticidios en el último año.
  • El Observatorio Lucía Pérez (2025) registró 334 femicidios, transfemicidios y femicidios vinculados.
  • El Observatorio Ahora Que Sí Nos Ven presentó las cifras de femicidios, travesticidios e instigaciones al suicidio de mujeres, lesbianas, travestis y trans en Argentina entre el 1 de enero y el 30 de octubre. En diez meses hubo 208 casos: 174 femicidios, 23 femicidios vinculados, 3 travesticidios y transfemicidios, y 8 instigaciones al suicidio.  Según el informe, el 17% de las víctimas había denunciado y 17 femicidas pertenecían a fuerzas de seguridad. Según este observatorio una mujer o persona trans es asesinada cada 36 horas.

Campo Algodonero: el precedente que cambió la historia

El 16 noviembre de 2025 se cumplió un nuevo aniversario de un fallo que marcó un antes y un después en la región: en 2009, la Corte Interamericana de Derechos Humanos declaró la responsabilidad internacional del Estado mexicano por la desaparición y asesinato de tres jóvenes en Ciudad Juárez, cuyos cuerpos habían sido hallados en un campo algodonero en 2001. Esta sentencia —conocida como Caso “Campo Algodonero” (CIDH, 2009)— fue histórica porque nombró lo que los feminismos venían denunciando desde hacía años: el feminicidio como crimen de Estado. La Corte reconoció que los homicidios fueron cometidos por razones de género y en un contexto de violencia estructural y sistemática, atravesado por la impunidad, la omisión estatal y la persistencia de estereotipos patriarcales.

El tribunal señaló que la violencia ocurre por el solo hecho de ser mujeres, y que los prejuicios de género son causa y consecuencia de esa violencia: alimentan la inacción estatal, la culpabilización de las víctimas y la negación del problema. Fue también la primera sentencia interamericana que visibilizó la violencia de género como una violación a los derechos humanos, sentando un precedente clave para el juzgamiento con perspectiva de género y para definir la responsabilidad estatal en la prevención, investigación y sanción. En esa misma línea, el fallo fijó un estándar que transformó la jurisprudencia regional: la obligación de los Estados de aplicar “debida diligencia reforzada” cuando se trata de violencia contra mujeres (CIDH, Caso González y otras vs. México, 2009).

El impacto del caso fue profundo: derivó en reformas legislativas en 18 países de América Latina para tipificar el feminicidio (MESECVI, 2018; OEA, 2023). Como señaló Rita Segato (2013), los feminicidios de Ciudad Juárez revelaron un “mensaje aleccionador del poder patriarcal”, donde el cuerpo de las mujeres se transforma en un territorio de impunidad estatal y disciplinamiento social.

Sin embargo, a quince años de la sentencia, la realidad demostró que el precedente jurídico no alcanzó si los Estados no actuaban: en México, menos del 2 % de los casos de feminicidio obtenía condena (SESNSP, 2024). La impunidad persistía y la violencia continuaba reproduciéndose pese a las obligaciones internacionales. Y este patrón trascendió fronteras. En Argentina, la omisión del Estado siguió costando vidas: el triple asesinato de Brenda, Morena y Lara expuso la persistencia de la violencia estructural, la falta de respuesta estatal y la connivencia con redes criminales, junto con la aparición de nuevas modalidades de violencia relacionadas al crimen organizado. Cuando el Estado renuncia a su rol como garante de derechos, la violencia contra mujeres y diversidades se profundiza. 

A quince años del fallo que sentó el estándar continental, el mensaje fue claro: sin voluntad estatal, el precedente se vacía de sentido y la violencia continúa. El Caso Campo Algodonero marcó la historia jurídica de la región. Lo que siguió ocurriendo en México —y en toda América Latina— demostró que el desafío permanece intacto.

Interseccionalidad, migración y desigualdad

La violencia contra las mujeres se intensifica en la intersección entre género, clase, raza, nacionalidad y estatus migratorio. Como plantea Mara Viveros Vigoya (2016), la perspectiva interseccional permite comprender cómo patriarcado, racismo y capitalismo estructuran desigualdades múltiples que afectan de manera desproporcionada a las mujeres migrantes. En este sentido, tal como señala la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), las desigualdades de género arraigadas en roles, expectativas y dinámicas de poder “se ven a menudo exacerbadas en el contexto de la migración”. Así, mujeres y niñas se encuentran entre los grupos más vulnerables, lo que se traduce en mayores niveles de precarización laboral y exposición a innumerables riesgos.

Violencia de género, explotación sexual y laboral, trata de personas, discriminación institucional, xenofobia y falta de acceso a servicios básicos como alimentación, atención médica y seguridad son sólo algunas de las múltiples formas de violencia y exclusión que enfrentan las mujeres en sus trayectorias migratorias.

En este escenario, el informe “Mujeres en el tránsito migratorio a través de América del Sur” del Mixed Migration Centre (MMC, 2025) aporta evidencia clave: las mujeres migrantes sufren de manera constante robos, extorsión y violencia verbal, a lo que se suman riesgos específicos como violencia sexual, explotación y trata de personas, especialmente hacia mujeres venezolanas y colombianas. Las condiciones del tránsito impactan gravemente en su salud sexual y reproductiva —con gestación, lactancia y menstruación en contextos inadecuados— y afectan su salud mental, atravesada por el estrés, el duelo y la incertidumbre. Además, la persistencia de los roles tradicionales de género las ubica como principales responsables del cuidado, reforzando su vulnerabilidad y limitando su capacidad de autoprotección.

La creciente feminización de la migración —visible en el aumento sostenido de mujeres y niñas migrantes— ha puesto de manifiesto los factores estructurales que las colocan en riesgo durante todo el proceso migratorio. Según OIM & ONU Mujeres (2024), el 48% de la población migrante mundial son mujeres, muchas de las cuales migran de manera autónoma hacia sectores altamente feminizados, como el cuidado y el trabajo doméstico, espacios históricamente asociados a la informalidad y a la falta de protección laboral. En Argentina, el 61,3% de las trabajadoras migrantes en casas particulares no está registrado (INDEC, 2023), y entre las de origen boliviano, paraguayo y peruano, la informalidad alcanza el 57%, evidenciando cómo el cruce entre género, clase y nacionalidad produce condiciones de vulnerabilidad estructural.

A pesar de esta presencia constante de mujeres en las principales corrientes migratorias internacionales, su importancia y relevancia política fueron invisibilizadas durante décadas. En respuesta, la OIM impulsa una Política de Igualdad de Género, basada en la participación de todos los géneros en la toma de decisiones y en principios de equidad, igualdad de oportunidades y no discriminación.

La incorporación de la mujer migrante como actor social relevante en los discursos y lineamientos de la agenda global y regional ha sido fundamental. Múltiples estudios documentan cómo las mujeres migrantes trabajan, sostienen redes familiares, ejercen maternidades transnacionales y emprenden, redefiniendo las categorías clásicas de migración y ciudadanía. Estos aportes permitieron superar el silencio histórico en torno a las mujeres migrantes y consolidar su presencia en la agenda de derechos humanos.

Cambio climático y desigualdad de género: una crisis que también es violencia

El cambio climático no es solo una crisis ambiental: en América Latina, la vulnerabilidad climática y la violencia de género están profundamente conectadas intensificando desigualdades preexistentes y afectando de forma desproporcionada a personas LGBTI, mujeres y niñas, en especial a las más pobres, rurales, indígenas y migrantes. ONU Mujeres estima que alrededor del 80 % de las personas desplazadas por desastres climáticos son mujeres y niñas, lo que aumenta los riesgos de violencia sexual, trata, explotación y matrimonios forzados en contextos de emergencia. Organismos como el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, 2022) y la CEPAL señalan que el cambio climático actúa como un “multiplicador de vulnerabilidades”: las mujeres tienen menos acceso a tierra, recursos productivos, educación y tecnología, y asumen mayor carga de trabajo doméstico y de cuidados, que se intensifica ante sequías, inundaciones o pérdidas de medios de vida. Sin embargo, de acuerdo con ONU Mujeres & PNUD (2023), menos del 15 % de las políticas climáticas a nivel global incorpora perspectiva de género. 

Desde el ecofeminismo —que vincula la explotación de los cuerpos feminizados con la explotación de la naturaleza— distintas autoras y organismos internacionales subrayan que la gobernanza climática sigue anclada en lógicas extractivas y decisiones tomadas sin las voces de quienes más experimentan sus efectos. Esta mirada propone repensar las políticas ambientales desde modelos de cuidado, sostenibilidad y comunidad, reconociendo que los liderazgos de mujeres, personas LGBTI, campesinas e indígenas han desarrollado históricamente estrategias de adaptación y defensa territorial que hoy resultan claves para la resiliencia climática. Incorporar esta perspectiva no es simbólico: según ONU Mujeres y el PNUD, los países que integran a mujeres y diversidades en los procesos de gobernanza climática logran medidas más inclusivas, efectivas y sostenibles. El ecofeminismo, así, aporta un marco político y ético que muestra que la justicia climática depende también de transformar las desigualdades de género que atraviesan los territorios. 

A modo de conclusión

A más de 60 años del asesinato de las hermanas Mirabal y a 25 años del reconocimiento del 25N, la región continúa enfrentando cifras alarmantes. América Latina sigue siendo el lugar más peligroso del mundo para ser mujer, aun con marcos legales avanzados.

La distancia entre compromiso y realidad se mide en vidas: en mujeres y disidencias que no encajan en los marcos legales de la justicia, en niñas que crecen en entornos de violencia e impunidad.

El 25N no es conmemoración: es una exigencia. Es memoria activa. Es un llamado a sostener las conquistas feministas frente a los retrocesos y a la violencia política que busca desmantelar políticas de igualdad.

La violencia de género no es inevitable: es el resultado de decisiones políticas. Una vez más, resulta preciso una acción coordinada de los gobiernos de América Latina para la construcción de acuerdos regionales que permitan terminar con este flagelo estructural.


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Antropóloga. Se especializa en el campo de la antropología forense, particularmente en temas como las desapariciones en democracia y la violencia de género. Su familia tiene raíces en Alessandria, Calabria, Cataluña y Roma. Le gusta el mar, escribir, viajar y conocer nuevas historias.

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Licenciada en Periodismo. Se desempeña como redactora y coordina talleres de escritura, brindando asesoramiento en la producción y desarrollo de textos literarios.

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Amante del Jazz, el tenis, el yoga y los idiomas.
La temática migrante condensa algunos pilares que, desde mi punto de vista, son de suma importancia en cuanto seres intrínsecamente sociales: la empatía, el diálogo y el intercambio cultural como formas de construir una mundo más justo, sustentado en el amor y la hospitalidad.


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