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Irene Castro es la tercera generación de mujeres de su familia que se ve forzada a emigrar. Nieta de una sobreviviente del exilio europeo posguerra e hija de una niña exiliada durante la dictadura argentina, su historia refleja cómo el desarraigo atraviesa cuerpos, generaciones y fronteras. Desde su llegada a Buenos Aires, Irene busca reconstruir su hogar y redefinir qué significa pertenecer.

Irene Castro es diseñadora gráfica, tiene 29 años y lleva la marca de la migración en su familia: su madre nació en Argentina y vivió allí parte de su infancia, hasta que, a los seis años, emigró a Venezuela con sus padres en plena dictadura militar. Por eso, cuando le preguntan si volvería al país donde nació, Irene duda y se extiende en su respuesta: más allá de lo económico o del desarrollo personal, siente que, al crecer allí, nunca se sintió completamente parte de la cultura venezolana. “Mi mamá cuenta algo parecido —explica—. Ella nunca terminó de sentirse parte de Venezuela, porque había nacido y vivido sus primeros años en Argentina. Muchas cosas de mi infancia fueron distintas a las de mis amigos; por ejemplo, yo crecí escuchando a María Elena Walsh, algo que no es típico en Venezuela.”

Dejar Venezuela atrás

Irene emigró a Argentina a los 23 años. Aterrizó en San Telmo, donde pudo quedarse con su familia materna mientras lograba asentarse. El detonante final que la impulsó a dejar Venezuela fue la profunda crisis social y económica que atravesaba el país. Aunque su situación era mejor que la de muchas personas de su entorno —tenía un trabajo que cobraba en dólares, algo poco común para alguien de clase media, y vivía en una casa propia junto a su madre, su pareja y otros familiares—, la vida seguía siendo muy difícil. “Éramos cinco en casa y tres adultos aportando, pero aún así no alcanzaba”, cuenta. Conseguir alimentos era una lucha diaria, y los servicios básicos funcionaban de manera intermitente: cortes prolongados de luz, agua, gas e internet eran parte de la rutina. Tampoco había lugar para proyectarse: “Si queríamos hacer planes de vida, no había forma de decir con mi novio ‘alquilamos algo y empezamos’. Eso estaba completamente fuera de la mesa.” 

Seguir estudiando tampoco era una posibilidad muy óptima, ya que la fuga de capital humano afectó gravemente a las universidades, incluso a las privadas. “Nosotros terminamos nuestra carrera y tuvimos la suerte de ser la última promoción que tuvo a los profesores de verdad dando clases. En el sentido de que se iban de la universidad y del país: veíamos la clase de fotografía, terminamos la clase y se iban. Y así para cuando nosotros nos graduamos las materias más básicas las estaban dando otros estudiantes.” 

Aunque reconoce que la situación en Venezuela ha cambiado desde 2018, Irene no tiene planes de regresar. Se siente cómoda en Argentina y le gusta la vida que ha construido allí. Su proceso migratorio fue relativamente sencillo: al llegar, pudo solicitar la nacionalidad directamente por ser hija de una argentina, amparada en la figura legal de hijos de argentinos nacidos en el exterior. “Pero mi caso es distinto —aclara—, no es lo mismo que para otros extranjeros que vienen a Argentina. Yo pude pedir la nacionalidad por mi familia, aunque salir de Venezuela fue complicado.”

Lo más difícil fue atravesar los controles del aeropuerto. En esa época, la presencia militar era fuerte y había un control riguroso sobre quienes dejaban el país. Las autoridades comenzaban a sospechar que muchas de esas salidas eran definitivas. Por eso, quienes se graduaban debían esconder sus títulos universitarios y otros documentos importantes, ya que existía el riesgo de que se los confiscaran o destruyeran. “Yo fui muy cuidadosa. Estaba muy nerviosa, y creo que por eso todavía me pongo tensa cuando paso por aeropuertos. Llevaba los papeles escondidos entre otras cosas, con miedo de que me pudieran detener o sacar del vuelo, pero por suerte no pasó nada.” Recuerda también a una amiga que emigró un año antes y, para evitar perder su título, lo cosió dentro de un libro, como si fuera parte de la encuadernación.

Viajó sola, pero al llegar al sur fue recibida por varios familiares con quienes, en estos años, tuvo el gusto de reencontrarse y fortalecer lazos. Su viaje y proceso migratorio fueron relativamente tranquilos. Al aterrizar, la esperaban su abuelo, familiares maternos y su hermano menor, que había emigrado poco tiempo antes, justo después de terminar el secundario. Irene ya conocía Argentina por visitas anteriores para ver a su familia; estaba familiarizada con la ciudad y su ritmo, por lo que el impacto inicial fue leve.

Recién egresada de la universidad, su primera meta al llegar a Argentina fue conseguir trabajo. Sin embargo, ese mismo año recibió el diagnóstico de cáncer de su abuelastra. Irene decidió entonces dedicarle su tiempo y energía: la acompañó durante las sesiones de quimioterapia y radioterapia, la asistió en los controles médicos y la acompañó en la recuperación. Como resultado, pospuso la búsqueda laboral durante varios meses. Sin embargo, un año después de su llegada, retomó esa búsqueda y logró incorporarse a una empresa en la que sigue trabajando hoy.

Aunque Irene disfruta de su vida en la ciudad, también extraña profundamente a su familia en Venezuela: a su madre, a su abuela, a sus hermanos menores… incluso a sus gatos. También echa de menos a sus amigos de toda la vida, con quienes creció y aún no ha vuelto a reencontrarse. Además, añora las tardes en la playa, la brisa del mar y el sonido de las olas.

Tres generaciones, tres exilios forzados

Irene y su mamá no son las únicas migrantes en su familia. Todo este proceso de cambios y culturas empezó con la abuela de Irene, Libuse Vaca, quien emigró de Checoslovaquia después de la Segunda Guerra Mundial. Su padre –el bisabuelo de Irene– tenía problemas políticos que no pudo resolver. “Ella me contó, a pesar de que era muy chica, que recuerda que su mamá agarró su peluche, lo descosió y metió todas las joyas adentro, lo volvió a coser y le dijo, ‘Te llevas el peluche contigo’. Y se fueron como si fueran de vacaciones, con una sola valija, con lo puesto y se agarraron un barco a la Argentina y no regresaron más.” 

Libuse se terminó de criar en Argentina, donde pasó su infancia y joven adultez. Allí hizo activismo político y fue cuando conoció a su pareja y padre de sus hijas: el farmacéutico, escritor y militante Pedro Luis Cazes Camarero, uno de los fundadores del PRT-ERP. Ambos fueron detenidos, junto a sus hijas, en plena dictadura cívico-militar Argentina en 1976. Por cómo se fue reconstruyendo la historia, Irene relata lo siguiente: “Mi mama, Elena Cazes, lo que recuerda, es que estaban los cuatro en un taxi, no recuerda a dónde iban. Mi abuelo se dio cuenta de que los estaban siguiendo con un auto y le pidió al taxista que contacte a su madre, le dio un número de teléfono, para que alguien de la familia sepa que habían sido detenidos. Entonces, cuando los detuvieron, ahí fue que ellos (los militares) detuvieron también a las niñas porque estaban con sus padres, que eran a quienes buscaban.”

Una vez avisada, la madre de Pedro Cazes logró ubicar a las niñas, que tenían tres y cinco años, y sacarlas de la prisión infantil, donde estuvieron más de un día entero encerradas y separadas de sus padres. “Mi mamá siempre dice dos cosas, la primera: ‘Yo necesito encontrar a ese taxista para darle las gracias.’ y la segunda, que lo único que recuerda de ese día en prisión es estar parada al lado de alguien que no conoce y tener hambre.” En cuanto Libuse logró salir, fue a buscar a sus hijas y se fue del país. Así fue como comenzó su segunda emigración, esta vez acompañada de sus hijas.  

La pregunta por el terruño

Una conversación recurrente entre Irene y su abuela gira en torno a una pregunta que esta última le hace con frecuencia: “¿Dónde está tu terruño?”. La palabra terruño encierra un significado profundo: es la conexión emocional con un lugar, el sentimiento de pertenencia, el hogar. Cuando hablan de ello, Libuše —la abuela— relata su vida marcada por el desplazamiento: de Checoslovaquia a Argentina, de allí a Venezuela, luego a México, y finalmente de regreso a Venezuela. Ha vivido en lugares donde al principio fue bien recibida, pero con el tiempo dejó de ser bienvenida. Aún conserva familiares en la República Checa y ha regresado en varias ocasiones, pero no siente un lazo fuerte con ese país; se fue muy pequeña y su vida se desarrolló principalmente en Argentina.

Con Argentina tiene una relación ambigua: guarda recuerdos entrañables, mucha nostalgia, incluso hoy Irene vive a una cuadra del lugar donde creció su abuela. Sin embargo, también es el país que la maltrató y la obligó al exilio, tanto a ella como a su familia. “No se siente parte de ningún sitio —dice Irene—; como si fuera de todos lados, pero al mismo tiempo, de ninguno”. En República Checa, en Venezuela, en Argentina, la historia se repite con diferentes matices, pero con un mismo desenlace: “Me tengo que ir, no me puedo quedar, este país no me quiere aquí”.

Libuše ha recogido experiencias de cada lugar, ha construido vida en muchos sitios, pero esa misma movilidad constante es la que le da sentido a la pregunta: ¿dónde está su terruño?, ¿dónde está su hogar?

Sabemos que el terruño de Pedro Luis es Argentina. A pesar de haber estado preso durante más de diez años y de que la dictadura militar ya había terminado, él eligió quedarse. Persistió y se obstinó en luchar por su país, incluso cuando su esposa y sus hijas habían partido. Su historia refleja un apego profundo, casi obstinado, a su tierra. Con ese trasfondo generacional, surge una pregunta inevitable: ¿dónde puede hallarse el terruño de un inmigrante? ¿Está en el país que lo deja ir o en aquel que lo recibe y le ofrece nuevas oportunidades?

Cuando le preguntamos a Irene dónde está su terruño, respondió con una sinceridad que refleja su vivencia entre múltiples identidades:

“Ahora podría responder que está en Buenos Aires. Con todo lo que estoy viviendo, a pesar de que siete años es poco en comparación con los 23 que viví en Venezuela, en este momento me siento satisfecha con esa respuesta. No cierro la puerta a que cambie. No creo que la identidad nacional determine de forma absoluta la identidad de una persona —al menos, no en mi caso. No siento que ser venezolana defina quién soy, ni que ser argentina lo haga. Me siento ambas, y a la vez ninguna por completo. Pero hoy, mi terruño está en Buenos Aires”.


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Equipo periodístico |  + notas

Periodista y estudiante de Comunicación, apasionada por investigar y escribir sobre historias vinculadas con las migraciones.


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