En un escenario internacional marcado por el recrudecimiento de las tensiones geopolíticas —con la escalada bélica entre Irán, Israel y sus aliados como nuevo epicentro de inestabilidad en Medio Oriente, y la persistencia de guerras como la de Rusia y Ucrania o la guerra civil en países como Sudán y Birmania—, las migraciones forzadas ocupan, necesariamente, un lugar central en la actualidad de la política internacional.
Según datos del reciente informe de Tendencias Globales de ACNUR, 123,2 millones de personas han sido desplazadas por razones de persecución, conflictos armados y violaciones a los derechos humanos, de las cuales 31 millones corresponden a refugiados bajo la protección de ACNUR y 5,9 millones de personas pertenecen a otras categorías en necesidad de protección internacional, más allá del estatus formal de refugiado o solicitante de asilo.

Estos datos, indudablemente, deben enmarcarse con otro dato alarmante: según el Global Peace Index (GPI), el mundo posee 59 conflictos activos en lo que va 2025, la cifra más alta desde la Segunda Guerra Mundial. Estos conflictos, además, se encuentran cada vez más transnacionalizados: a fines de 2024, el mismo índice contabilizaba que 92 países poseían disputas más allá de las fronteras, el número más alto desde la institución del GPI en 2007. Asimismo, el informe señala que el gasto militar creció por noveno año consecutivo, alcanzando los 2,7 billones de dólares, una cifra 443 veces mayor que el presupuesto destinado a las misiones de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas en 2024.
Asimismo, organizaciones como la Iniciativa Global de Datos y Ubicación de Conflictos Armados (ACLED, por sus siglas en inglés) señalan que los enfrentamientos aumentaron más de un 25 % en 2024, impulsados por guerras entre Estados y grupos aliados, especialmente en Medio Oriente, donde además la reciente escalada bélica entre Irán e Israel ha reconfigurado el equilibrio regional y global. Asimismo, se suman las guerras civiles en Sudán y Birmania, la crisis humanitaria en Líbano agravada por los ataques de Israel y, desde luego, la gravísima situación humanitaria en Gaza, donde dos millones de personas han sido desplazadas internamente y sobreviven, literalmente, en un precario refugio frente a los ataques militares israelíes.

Por su parte, en América Latina, Colombia y México enfrentan una violencia creciente vinculada al accionar de grupos armados y bandas del crimen organizado que disputan territorios, una situación análoga a la de Haití, donde la violencia de las pandillas agrava un cuadro de pobreza extrema y crisis humanitaria. Asimismo, según datos de ACNUR, la crisis venezolana ha provocado que, al 3 de diciembre de 2024, más de 7,9 millones de personas hayan buscado refugio o migrado, de las cuales alrededor de 6,7 millones permanecen en la región.
El panorama, en suma, evidencia una tendencia global: hay cada vez más personas desplazadas, las guerras adquieren un perfil cada vez más descentralizado y transnacional, y resultan cada vez más reticentes a cualquier solución de carácter diplomático. Para ejemplificarlo, baste un ejemplo del presente: las resoluciones de Naciones Unidas para pedir un alto el fuego en Gaza, así como la orden emitida por la Corte Penal Internacional (CPI) para arrestar a Benjamin Netanyahu por crímenes de guerra y de lesa humanidad, han sido sistemáticamente bloqueadas o desoídas por Israel, con respaldo de potencias aliadas como Estados Unidos.
La figura del refugiado, intrínsecamente vinculada a las guerras modernas
El Día Mundial del Refugiado, que se conmemora el 20 de junio de cada año, fue declarado como fecha internacional por la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre del año 2000. Celebrado por primera vez al año siguiente, su conmemoración se relaciona con el cincuenta aniversario del Convenio sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951. Sus orígenes como concepto están asociados al periodo de entreguerras (1919-1939).
Si bien la figura del refugiado y la noción normativa de refugio tienen orígenes en la antigüedad y poseen fundamentos de origen religioso en relación al llamado Derecho al Santuario (es decir, cuando alguien que era perseguido por delitos comunes, podía resguardarse en un lugar sagrado, como templos, para protegerse), su conceptualización fue secularizándose, sobre todo a partir de la conformación de los Estados modernos y más aun con la configuración del orden internacional del siglo XX durante la posguerra.
Así, en la modernidad, los Estados fueron incorporando la noción normativa del refugiado de manera progresiva e independiente. No sería sino a partir del siglo XX, con posterioridad a la Primera Guerra Mundial, que la figura del refugiado comenzaría a adquirir una juridicidad específica en el plano internacional. Por entonces, la Sociedad de las Naciones (antecedente directo de las Naciones Unidas) nombró al primer “Alto Comisionado de la Sociedad de Naciones en relación con los problemas de los refugiados rusos en Europa”: el célebre polímata noruego Fridtjof Nansen, pionero en la ayuda humanitaria a los refugiados de guerra. Su actividad permitió, entre otras cosas, comenzar a delinear, jurídicamente hablando, el estatuto internacional de los refugiados. Toda su labor le valió obtener el Premio Nobel en 1922.

Tiempo después, tras la crisis del ‘29 y el ascenso del nacionalsocialismo en Alemania, la Sociedad de las Naciones comenzó a perder legitimidad por el abandono de muchos de sus países miembros. En este contexto, el sucesor de Nansen ante dicha entidad internacional, el estadounidense James Grover McDonald, llevó adelante —con mucha dificultad— la tarea de encontrar refugio para los exiliados políticos judíos que huían de la persecución. Los impedimentos que encontró en el camino lo llevaron a renunciar al cargo de Alto Comisionado, sobre todo por la falta de apoyo político y financiero.
Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, y a pesar de los millones de personas desplazadas por el conflicto bélico a escala global, la ayuda internacional para los refugiados se vio interrumpida. No fue sino hasta 1943 cuando la Administración de las Naciones Unidas de Socorro y Reconstrucción (UNRRA, por sus siglas en inglés) el momento a partir del cual la cuestión de los refugiados volvió a adquirir relevancia internacional, y más aún a partir de la institucionalización de las Naciones Unidas en 1945. En ese marco, se impulsó la creación de la Organización Internacional para los Refugiados (OIR), aunque bajo un esquema provisional. No obstante, su labor tuvo continuidad a partir de la creación de la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
Tres años después, en 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sus principios incluyeron también el derecho de toda persona a buscar y recibir asilo en otros países, cuando sea perseguida por motivos distintos al delito común o a actos contrarios a lo establecido normativamente por la ONU. Esta inclusión marcó un jalón fundamental para el posterior desarrollo del marco jurídico e institucional para la protección internacional de los refugiados.
El 14 de diciembre de 1950, la ONU aprobó la Resolución 429, convocando en julio de 1951 en Ginebra a 26 Estados y observadores para elaborar instrumentos sobre refugiados y apátridas. Aunque no llegó a consensuarse el concepto de apatridia, el 28 de julio de 1951 se adoptó la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, un hito jurídico fundamental que, junto con su Protocolo de 1967, constituyen el núcleo central del Derecho Internacional de los Refugiados. Ambos se encuentran complementados por la costumbre y los principios generales del derecho, aunque ambos se encuentran limitados por la frecuente reticencia de los Estados a asumir compromisos más amplios.
La importancia de rememorar frente a un escenario de colapso

La similitud entre el contexto actual y el período de entreguerras (1919–1939) debería interpelar con urgencia a los líderes del mundo. Los contextos se parecen bastante: millones de personas son desplazadas por conflictos armados, hambrunas y guerras civiles, en un escenario atravesado por el ascenso de movimientos de extrema derecha, la pauperización creciente y una escalada de tensiones que vulneran, cada vez más, los principios elementales del Derecho Internacional. Más aún: la noción misma de pax atómica —el equilibrio internacional basado en la disuasión nuclear— parece hoy en crisis por la amenaza de una escalada nuclear, y crece la preocupación por un eventual estallido de una tercera guerra mundial: la posibilidad de un involucramiento directo de los Estados Unidos en el conflicto desatado tras el ataque de Israel a Irán —cuyo trasfondo es la disputa por la adecuación del programa nuclear iraní a los parámetros del Tratado de No Proliferación Nuclear— mantiene en vilo al mundo, incluso en el preciso momento en que se escribe esta nota. Las imágenes de bombardeos, muertes, ciudades arrasadas y millones de personas forzadas al exilio no sólo evocan los capítulos más oscuros del siglo XX, sino que también preanuncian un futuro tan incierto como amenazante para todos los pueblos del mundo.
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Consultor en comunicación estratégica. De raíces criollas y mestizas, sus antepasados se remontan a la historia del Alto Perú y también a la llegada de migrantes españoles en el siglo XIX. Apasionado por la historia y cultura latinoamericana.