Gabriela, nacida en Buenos Aires, lleva en su historia personal el legado de su madre, Silvia Teófila Benítez, quien emigró sola desde Paraguay en la década del 60. Y en la actualidad, nos cuenta que a través de la cultura paraguaya mantiene vivo, no sólo el recuerdo de su madre, sino también parte de su identidad.
La llegada a Argentina
Silvia llegó a Buenos Aires con sólo 16 años, dejando atrás su tierra natal, San Lorenzo, para buscar oportunidades laborales. Sin ninguna clase de educación, trabajó inicialmente en gastronomía, llevada por su pasión por la cocina, que había aprendido desde pequeña mientras cuidaba a su bisabuela con apenas 7 años y luego por haber trabajo en casas de familia. Con su determinación y esfuerzo pudo abrirse camino en un país extranjero, que hizo tan propio como el de origen, y sentó las bases para que Gabriela creciera en un hogar donde la cultura paraguaya siempre estuvo presente.
Tradiciones y sabores de la infancia
Si bien la infancia de Gabriela transcurrió como cualquier otra, cuando repasa su historia asume que el recorrido migratorio de su mamá hizo diferente su vida. Porque Silvia tenía una cultura que llevó a Gabriela a crecer rodeada con otros sabores, olores, muchos yuyos para todas las dolencias, otro idioma, y siempre su casa se encontraba “llena de extranjeros”, como describe. “Llega un momento en que sos mitad paraguaya, o sea, yo no termino de ser argentina porque mamé toda esa cultura también desde que nací”, asume Gabriela, y agrega: “y la defiendo y me hace sentir orgullosa”.
En sus recuerdos está el taller de costura de Silvia que armó en su casa. Por ese entonces, se dividía las horas entre el trabajo, los quehaceres, y, por supuesto, la cocina. Abundaba la comida casera, no importaba la época del año: la sopa (puchero con espinazo o pollo) y las ensaladas multicolores eran moneda corriente. Tortillitas con cebolla y queso o con acelga, reviro (harina de trigo, aceite, sal y agua), mbejú (almidón de mandioca, queso paraguay o fresco, leche, aceite y sal) eran comidas típicas para los días de lluvia y frío, obviamente acompañadas por mate cocido quemado (yerba y azúcar se tuestan en el fuego, a veces se le añade un carboncito encendido y se lo deja hirviendo), recuerda Gabriela. El pan casero lo hacía con grasa y el chicharrón que salía de esta, para lo cual mandaba a Gabriela a pedirle pella al carnicero -que en esa época lo regalaba-, y le ponía una manzana mientras la pella se convertía en grasa. Decía que era “para curarla y que no le caiga mal a nadie”.
Pero no solo eran los sabores lo que acompañaba cada recuerdo de su infancia. Gabriela nos cuenta, mientras se le dibuja una sonrisa en la cara, que cuando vivían tanto en el conventillo donde nació ubicado en la calle Dean Funes 458 y luego en la casa de la calle Mario Bravo 932, su hogar siempre se llenaba de gente. “Siempre lleno de paraguayos y paraguayas”, cuenta con complicidad. Y aquella época empieza a llenarse de música, donde todos los días en el taller, su madre y las otras costureras (también paraguayas), siempre escuchaban radio donde pasaban música del Paraguay: lo que más recuerda es al locutor hablando guaraní e invitando al baile. Y cómo olvidar la polca a todo volumen los fines de semana bien temprano. Porque por esa época, recuerda, los fines de semana significaba la casa llena de gente (muchas compatriotas de su mamá trabajaban cama adentro, entonces iban a descansar a su casa esos días) risas, música y muchas charlas. Para ella era sentir que tenía una familia numerosa.
Visitar Paraguay: volver a las raíces
Aunque siempre tuvieron mucho contacto con la comunidad paraguaya, Gabriela viajó pocas veces a Paraguay. Pero el viaje que más recuerda, y la ha marcado, es el de la primera vez que viajó en su niñez a Yaguarón, donde su madre vivió de niña. El encuentro de esa naturaleza y esas costumbres generarían una unión con esas tierras que no sintió ajenas. “El aroma de la campaña (o campo, como se dice acá) te inunda con sus árboles frondosos, pomelos y mangos gigantes con sabores intensos, naranjas recién arrancadas del árbol que parecían estar azucaradas, la tierra colorada, el sol avasallante que solo se puede transitar con litros de tereré que tengan hierbas frescas y refrescantes como el cocú, un yuyo que se usa para tratar el hígado y la menta’i para los nervios”, describe Gabriela y finaliza: “Allí pasé mis siestas con un chanchito que me seguía cual perro para todos lados, ¡hasta para dormir! Fue una de las mejores vacaciones de mi vida”.
A pesar de que Gabriela tan solo volvió a ir en dos ocasiones más, Silvia, en cambio, siempre volvía, aunque para su salud no era recomendable. Porque para ella, según parafrasea Gabriela, “la cura de toda tristeza era ir al Paraguay”. “No sé si se quería morir ahí la verdad, porque para mí nunca dejó de estar ahí”, sentencia.
Las raíces de Silvia supieron ser tan fuertes que la distancia con su tierra natal no logró romper. “Era todo el tiempo escuchar hablar guaraní, porque ella nunca dejó de hablar guaraní. Jamás. A mí me hablaba en castellano, pero cuando se enojaba me hablaba en guaraní. Y yo escuchaba todo el tiempo el guaraní con la gente que estaba con ella”. Gabriela, a pesar de no saber hablarlo, lo entiende perfectamente.
Así fue que creció viendo el orgullo de su madre por su origen, sus tradiciones y nacionalidad; y no le llamaba la atención que, en cuanto veían una situación de discriminación por ser del Paraguay, más orgullosa se ponía Silvia de serlo.
Y esto la lleva a recordar una situación muy incómoda que vivió hace poco en una reunión de trabajo. Un señor dijo a los presentes como al pasar un comentario ofensivo, una “verdad,” sobre las mujeres paraguayas, y ella quiso responderle porque se sintió ofendida y orgullosa de sentirse en parte paraguaya. Porque no solo sintió que estaban hablando de su mamá, o de todas las mujeres paraguayas que conoció, sino también de ella. “Sí, porque como te digo, para mí, mi sangre es guaraní”.
La resignificación del pasado
“Paraguay, hoy en día, significa más que cuando mi mamá estaba viva”, afirma.
Tras el fallecimiento de su madre, Gabriela encontró en las tradiciones paraguayas (que antes sentía que no les prestaba tanta atención) una manera de mantenerla viva y no olvidar parte de su identidad. Empezó a intentar cocinar platos típicos a su hija para tenerla presente en los sabores. Se encontró viendo sólo películas paraguayas en Netflix. Y empezó a seguir muchas cuentas de Instagram paraguayas para estar informada sobre las noticias de allá, encontrar recetas de comida, pero, sobre todo, para seguir escuchando el idioma guaraní, el idioma de gran parte de su vida, todos los días.
A pesar de querer seguir tan conectada con Paraguay, asume que todavía no volvió a ir porque le da miedo extrañar más a su mamá. “Tengo miedo de encontrarme con los olores de mi infancia de vuelta”, agrega. Pero está segura de que pronto volverá porque quiere que su hija, Sofía, no solo conozca dónde nació su abuela, sino también sus raíces.
Comunicadora Social, con maestría en Políticas Públicas y posgrados en políticas de género y comunicación política. Su trabajo está enfocado en el cambio social y la visibilización de prácticas sociales transformadoras.