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Johanna Margarita Riveros Arroyo tiene 39 años y, en un abrir y cerrar de ojos, pasó de Colombia a Argentina. Fue el 20 de enero de 2017. Hacía calor: el termómetro marcaba una máxima de 31 °C. Johanna bajaba del avión junto a su familia. Pasó de la alegre Barranquilla, la cuarta ciudad más poblada de su país, a Olavarría, en el interior de la provincia de Buenos Aires. La diferencia demográfica se cuenta en millares.

Sufrió el choque cultural entre el ritmo urbano y la quietud de las tardes, de las rutas pobladas a la planicie total. Solo pudo llorar. Se aferró a la escritura y a la lectura, y a las ansias de la universidad pública. Habla en presente de Barranquilla. La siente potente en su interior. Quiere volver a su casa, a su comida. Se siente más nacional en Argentina en el actual contexto socioeconómico, pero no logra entender cómo, en un país de migrantes, se busca borrar la esencia con políticas restrictivas. “Es convencer con un discurso de rechazo y xenofobia hacia los extranjeros que no vienen más que a trabajar”.

¿Qué hacías en tu lugar de origen y a qué te dedicás hoy?

—Nací en Barranquilla y viví en Bogotá desde los 11 años. Colombia es un país bastante alegre, diverso, porque encuentras de todo. De donde soy, Barranquilla, es supremamente alegre. Es una ciudad con calor todo el año, lo que le da un plus a la calidez de las personas. Allá tenemos mar y ríos. Le buscamos la vuelta a todo. No nos quedamos quietos. A todo le sacamos la gracia.

Nos levantamos y no tenemos frío. Es más, el viento es frío, pero totalmente tropical. Empezamos con el sol arriba; hay música. Lo primero que hacemos cuando nos levantamos es prepararnos café —allá le decimos ‘un tinto’—, prendemos la radio, escuchamos música, nos duchamos y nos preparamos para salir a comernos el día. Tenemos días buenos, malos y regulares, pero todo se soluciona.

Y tengo mi parte de bogotana. Quiero demasiado a esa ciudad. Es hermosa, vibra diferente, está siempre andando. Es fría todo el año, pero me fascina.

Soy comunicadora gráfica y diplomada en publicidad. Hice un curso profesional de fotografía e iluminación. Estudié en la Corporación Universitaria Minuto de Dios y en Zona Cinco Escuela de Cine y Fotografía.

Allá trabajaba en una florería. Empezaba a las 3 de la mañana y abría a las 9 hasta las 21. El movimiento bajaba cerca del mediodía, pero no se cerraba como en Olavarría.

Extraño la dinámica de allá, el no quedarme quieta. Acá duermen siesta.

Trabajo y estudio. Siempre me pongo a hacer algo. Estudio periodismo y ahora hago las prácticas. Trabajo de lo que me salga, ya que no he conseguido como periodista. Pero hago fotos, diseño y trabajo en una verdulería. No me quedo quieta.

¿Cuál es el primer recuerdo que tenés en Argentina? ¿Quién fue tu primer amigo? ¿Cuál fue el primer lugar que conociste?

—Lo primero que hice fue llorar. Nos subimos a un bondi de Ezeiza a Olavarría y vinimos. Se me hizo el camino súper largo. No conocía, no tenía la experiencia. Yo decía: “Acá falta algo”. La ruta era totalmente diferente. En Colombia hay gente, pueblos, casas de comida, animales. Una vida diferente. La planicie no se ve tanto. Allá decimos que nos vamos a “pueblerear” de un lado a otro porque llama la atención el trayecto. Acá solo veía pastos y vaquitas.

Llegué a casa de mi hermana Angélica y me despertó el calor. Las casas eran diferentes. Fue el choque normal cuando llegás a un lugar desconocido.

¿Qué cosas te ayudaron a transitar el duelo o la tristeza por migrar, por extrañar el lugar de origen?

—Siempre fui muy reservada. Sufro muy sola. En aquel momento hablaba mucho con mi mamá, que transitaba el mismo duelo. No salía. Me aventuraba a caminar las calles porque no me podía quedar quieta; me enloquecía. No tenía una rutina para conocer gente. Iba de la facultad a casa y de casa a la facultad.

Leo mucho. Mi refugio es la literatura y la escritura. Escribo lo que veo, lo que me va saliendo. Y leo de todo, pero mucho de Eduardo Galeano. Sirvió como catarsis. Escribo y no le muestro a nadie. Tengo hojitas por acá, por allá, y notas en el teléfono.

Con el tiempo, conocí a Celeste y Estefanía, compañeras de estudio. Mis mejores amigos son argentinos, aunque tienen una mala costumbre: invaden mucho el espacio. Te besan, te abrazan…

¿Cómo definirías a los argentinos? ¿En algún punto te sentís también argentina?

—Nunca me sentí argentina, aunque desde que está el nuevo gobierno me siento más nacional. Veo cómo el ciudadano de a pie es el que más sufre. Eso me llega demasiado. En la verdulería veo a los jubilados contar el centavo. Ahí empecé a sentirme una ciudadana más.

En ese punto Johanna hace una pausa para contar cómo se siente con las últimas noticias sobre el endurecimiento de las políticas migratorias en Argentina: 

Con estas noticias, como extranjero viviendo aquí, te sentís humillado, inferior. Al mismo tiempo, me parece completamente ridículo por parte del gobierno, porque este es un país de migrantes. Querer sacar su esencia porque no te parece bien es una forma de tapar las cosas que no están bien hechas.

Eso de que quieren cobrar la universidad es una cortina de humo. Es convencer con un discurso de rechazo y xenofobia hacia los extranjeros que no vienen más que a trabajar.

Una vez una profesora me dijo: “Tenés los mismos derechos. Trabajás en Argentina y tenés acceso a la salud y a la educación”. Creo que instar a la sociedad a pensar así es un acto de humillación hacia uno que es un par, sabiendo que todos venimos de migrantes.

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Periodista especializada en temáticas sociales y escritora narrativa, con un enfoque en infancia y adolescencia. Además, es Técnica en Política, Gestión y Comunicación, y actualmente estudia Sociología. De ascendencia italiana (Sicilia y Calabria) por parte materna, y vasca y francesa por el lado paterno.


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