La fotógrafa nacida en Siria y criada en la Argentina construye su identidad entre raíces armenias, la memoria colectiva y las historias que captura con su cámara.
Araz Hadjian nació en Alepo, en 1970. Llegó a la Argentina a los pocos meses de vida, con su madre y su hermano, un tiempo después de que su padre viniera al país por trabajo:“no teníamos familia directa acá, mi papá fue convocado por el Centro Armenio para tomar a su cargo la dirección de la parte idiomática”. Desde entonces, construyó su identidad entre las raíces y el presente, entre Armenia y Argentina, entre su historia personal y lo que pasa en otros lugares del mundo.
La relación de Araz con su lugar de nacimiento es lejana. Estuvo en Siria una única vez, en 1996. “Mis padres conservaron amistades, y con el tiempo mi papá trajo a su madre y hermano a vivir acá, así que fueron quedando pocos lazos allá. Hoy, gracias a las redes sociales, mantengo contacto con algunos conocidos, pero no he vuelto, aunque me gustaría hacerlo en algún momento”.
—¿Cuál es tu vínculo con Armenia?
Me crié con la cultura armenia, así que obviamente mi vínculo es la sangre, la cultura. De hecho, en mi casa al día de hoy seguimos hablando en armenio con mis hermanos, con mi mamá; es el idioma materno y lo mantenemos. Es complejo de explicar el sentimiento. Cuando llegué a Armenia por primera vez, en 2012, fue como desmitificar una tierra que para mí siempre había sido como un cuento de Narnia, tierras legendarias, montañas, abismos, iglesias en las cumbres, príncipes valientes, princesas…y llegar ahí fue como ponerlo en tierra, en una perspectiva real. Fue fuerte. Aparte fue un momento personal muy triste, porque coincidió con la muerte de mi papá de forma inesperada, pero también por otro lado estaba viajando para el casamiento de mi hermano. Fue un sabor agridulce, por estas dos cosas, sumado a que era la primera vez en ese país y que venía justo de hacer cumbre en el monte Ararat, que es emblema de la Nación armenia. Así que mi primera vez ahí fue como una tormenta de emociones.

Explicar el tema de la identidad cultural y nacional de una persona es difícil, creo que es una construcción que se hace. Me siento tan argentina como armenia, pero el tema de explicar la sangre es algo complejo, no sé si podría ponerlo en palabras que transmitan realmente lo que quiero explicar con esto, porque tengo muy presente el porqué de la diáspora armenia en todo el mundo y es que el genocidio fue el causal; de hecho, hay más armenios en la diáspora que en la propia Armenia. Es como no sentirse ni de aquí ni de allá. Yo amo a la Argentina y de hecho creo que no me iría de acá. He tenido la posibilidad, he estado en varios países, pero no me iría. Y me pasa esto de que en la Argentina, no es que me siento armenia por discriminación ni mucho menos, es como que tengo la identidad armenia bastante definida; y en Armenia, si bien me siento armenia, tampoco soy armenia de Armenia, entonces es como estar navegando en dos aguas en simultáneo.
—Tu papá fue el docente, escritor y periodista Bedrós Hadjian, una persona muy relevante para la comunidad armenia en la Argentina, ¿por qué fue tan importante y qué aprendiste de él?
En algún punto lo veía a mi papá como lo podía llegar a ver el resto de la comunidad armenia: como un dirigente social y cultural, un referente histórico muy importante. A veces me costaba discernir dónde empezaba mi papá y dónde terminaba el dirigente. Yo creo que en un nivel muy claro, su misión de vida fue mantener viva la cultura armenia, independientemente de todo su rol paterno, yo creo que su misión y lo que marcó su vida fue la entrega total, absoluta, desinteresada y de cuerpo y alma a la docencia, al igual que mi mamá.
Mi papá decía que el mayor desafío de la diáspora armenia era mantener vivo eso que nos hacía armenios: la lengua, las danzas, la música, la religión, las entidades culturales y sociales, los clubes, porque innegablemente uno con el transcurso de las generaciones se va mimetizando con el lugar en el que vive. Él nos metió la semilla de que cada uno, en el camino que eligiera, siguiera manteniendo viva la antorcha de la armenidad, y siento que de alguna forma cada uno lo eligió desde la profesión: tengo hermanas docentes, hermanos escritores, periodistas, uno de ellos tuvo la oportunidad de irse a Armenia y formó su familia ahí. Mi papá dejó la vara alta para nosotros.
La fotografía como testimonio y forma de preservar la memoria
Araz trabaja de manera espontánea y no suele estructurar sus fotos como proyectos formales, pero una línea constante atraviesa su obra: el interés profundo por lo humano. Su cámara se guía por la intuición, deteniéndose en pueblos, culturas y modos de vida que suelen quedar al margen del interés público. Aunque se formó en Diseño de Indumentaria, fue en la fotografía donde encontró su verdadera voz, lo que la llevó a recorrer distintas partes del mundo, retratando comunidades como los menonitas y los molokanes en Armenia, y documentando también la vida en campamentos de refugiados.

—En 2016 fuiste como fotógrafa voluntaria a un campamento de refugiados sirios en Idomeni, Grecia, ¿qué aprendizajes te llevaste de esta experiencia?
El trauma transgeneracional de la diáspora, la matanza, el genocidio, el ser perseguidos, tiene una carga muy fuerte. Obviamente no soy sobreviviente del genocidio, pero decir “armenio” es decir genocidio, tenemos una carga en el ADN que directamente nos remite al tema del éxodo forzado, las matanzas, y yo creo que a mí de todas las causas por las cuales hay que luchar para que haya justicia en el mundo —que hay tantas— el que más me conmueve, y me conmueve de una forma muy profunda, es el tema del desarraigo.
Me genera mucha tristeza cuando uno es forzado a irse de su tierra, porque estás como trasplantado, ajeno. Cuesta. Lo vi mucho en mi papá, que si bien pasó más tiempo en la Argentina que en Siria, creo que físicamente se quedó en la Argentina pero su alma y su espíritu quedaron en Siria, sus amigos, su tierra. Por eso creo que el peor castigo en la época del imperio romano era el destierro: cuando alguien cometía un crimen o algo condenable no lo mataban ni lo ponían en la cárcel, lo desterraban. Por eso me conmueve mucho el desarraigo. Desde que empecé con la fotografía fue un tema que me interesó particularmente, documentar a los refugiados, a los inmigrantes, el desarraigo. Es una tristeza muda, no es la tristeza que grita como una guerra, es como la tristeza silenciada, es gente que no está muerta pero sí que ha dejado atrás toda una vida con todo lo que eso implica: dejar sus muertos, dejar su historia, empezar de cero en una cultura ajena. Por más que hayan sobrevivido y les den posibilidades, es una tristeza que queda marcada para siempre. Para mí, siendo nieta de sobrevivientes del genocidio armenio, en algún punto ese dolor del desarraigo está presente en mí.
Con respecto a los aprendizajes, algo que me conmovía mucho es que saber que lo que más necesitaban era que los puedas individualizar, darles una cara, porque incluso cuando hablamos decimos “los refugiados, los inmigrantes, los desplazados” como que no les estás dando una identidad, un nombre, un apellido, una cara y una historia. Cuando te sentabas con ellos, y te ofrecían incluso lo que no tenían, te mostraban fotos de sus casas, de sus hijos, te contaban cosas… Eso era lo que necesitaban. Cuando entras a esos campamentos ves millones de caras, y es como que te volvés ciega y ves como una masa de gente anónima, sin rostro, sin ser una persona que tiene toda una vida detrás, y me enseñó eso: que lo que más los reconfortaba y contenía era cuando te sentabas un ratito con ellos, compartías un té, una charla, te podían contar, hablar, y que le dieras una identidad individual.
También aprendí que cuando pensás que esto no puede volver a pasar, que es lo más duro que uno como ser humano puede ver, mujeres pariendo en un campamento sobre las vías del tren y tantas cosas. Esto sigue pasando. No soy pesimista, pero tampoco soy utópica para creer que algún día va a haber justicia. Creo que la ambición desmedida de los que más tienen, sean países, individuos, empresas, multinacionales, es cada vez más, si bien hay mucha contraparte, mucha gente haciendo poquito o mucho para compensar ese desequilibrio. Ahora mismo lo que está pasando en Palestina, no puedo creer la cantidad de muertes que hay mientras estamos hablando. Y digo Palestina porque es el que más prensa tiene, que por más que tenga prensa tampoco se evita, pero están los saharauis —habitantes autóctonos de Sahara Occidental—, los rohinyás —grupo étnico musulmán de Myanmar que sufrió del exterminio y la expulsión forzosa por parte de las autoridades birmanas—; hay tantas minorías que por ahí ni nos enteramos. Y sigue pasando y va a pasar, ojalá fuera un aprendizaje optimista.
—En tu trabajo fotográfico “Como dos gotas de agua” mostraste algunas similitudes entre paisajes argentinos y armenios. ¿Qué te motivó a realizar este proyecto?
Lo que quise mostrar, de alguna forma, es algo que digo siempre: people are people, la gente es gente, en cualquier parte del mundo. Aunque puedo criticar a algunos regímenes, yo sé diferenciar bien lo que es una política de Estado de lo que son los ciudadanos, la gente común. Por eso, por ejemplo, a pesar de que considero a Turquía una dictadura negacionista y genocida, al igual que Israel, a Turquía he viajado muchas veces y siempre con la gente común me siento muy a gusto, por eso, que yo critique a algunos regímenes no significa que no sepa diferenciar lo que es la gente común. Igual que acá, podemos tener un gobierno con el cual no concordamos, pero eso no convierte a la Argentina en un país fascista. El ciudadano común nunca quiere mandar a sus hijos, maridos o hermanos a la guerra. Lamentablemente, los que toman las decisiones son los que se quedan sentados en sus escritorios y, ya sea con las decisiones que toman en sus propios países o contra otros países, a ellos no los perjudica ni a su entorno más íntimo. Obviamente esta lectura no se hace en la exposición “Como dos gotas de agua”, pero lo que quise fue hermanar un poco los dos países que yo siento que son mi patria, con sus paisajes, como un puente visual de similitudes.
—Como contracara a la belleza de los paisajes, también retrataste el exilio forzado de la población de Artsaj (Nagorno Karabaj) por parte del gobierno azerí. ¿Cómo fue para vos esta experiencia?
Lo de Artsaj me marcó muchísimo, porque creo que todavía como armenios no tenemos del todo resuelto el trauma. Hablo a nivel masivo, sobre el genocidio de 1915, y previo al exilio hubo una guerra que fue tristísima. Digo esto y me pongo a llorar, porque murió toda una generación de chiquitos de 18 años que fueron a la guerra contra los drones israelíes, contra uno de los ejércitos más grandes del mundo, como es el de Turquía. Fue una masacre. Cuando fui al cementerio de los soldados (Yerablur) veía que eran de la generación 2001 o 2002, yo creo que estos chiquitos, porque son chiquitos, no llegaron ni a afeitarse por primera vez. Fue tristísimo. A mí eso me marcó mucho porque no podía creer que yo como fotógrafa ahora estuviera replicando el tipo de fotos con las que crecí, las del genocidio de 1915. Ahora yo estaba haciendo el mismo tipo de fotos, de toda una población obligada a ser desterrada de sus tierras.
Obviamente a mí me marcó a nivel emocional, y me marcó muchísimo porque, independientemente del dolor que genera haber perdido tierras históricas, tiene toda una carga cultural. Hay que aclarar que las dictaduras, tanto de Recep Tayyip Erdoğan (Turquía) y de Ilham Aliyev (Azerbaiyán), lo primero que hacen es borrar todo tipo de vestigios culturales de las tierras que ocupan de Armenia, como destruir iglesias y cementerios, para que el día de mañana tengan argumentos para negar que alguna vez existieron armenios ahí. Pasan tantas cosas en el mundo y convengamos que Armenia, al ser un país chiquito que no tiene mayor relevancia en el orden geopolítico y no es un país que tiene petróleo o gas como otros países vecinos. Pasa sin pena ni gloria.
Con su cámara, Araz Hadjian transforma la memoria personal en un testimonio colectivo. Su obra, marcada por la experiencia del desarraigo y la herencia de la diáspora armenia, pone el foco en comunidades que resisten el olvido y paisajes donde persisten las huellas de la historia.
Más fotos de los expulsados de Artsaj, tomadas por Araz Hadjian durante septiembre de 2023
Más fotos campamento de refugiados de Idomeni (Grecia), tomadas por Araz Hadjian.
Foto de portada: Gentileza Araz Hadjian. Agradecemos a Efraim Rozenberg por gestionar esta valiosa entrevista.
Periodista recibida en TEA, fotógrafa y estudiante de Letras en la Universidad de La Plata. Conurbano bonaerense como identidad. Con raíces italianas y españolas.