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La artista uruguaya Florencia Martínez Aysa investiga desde hace años el comportamiento y el formato de plantas como el abrojo. Plantas que crecen sin permiso, que se desplazan a lo largo y ancho del mundo, que en su adaptarse renacen con mayor fortaleza. Plantas migrantes a las que Florencia da un sentido y una lectura para la propia vida. Además, su obra lleva impreso el cuerpo, el territorio y por ende la memoria. Los últimos meses los pasó en la ciudad de Sao Paulo, rescatando y registrando relatos orales de mujeres migrantes que vinieron a Brasil.

En la ciudad de Florida, a unos 90 kilómetros de Montevideo, creció Florencia Martínez Aysa; un lugar del que recuerda el arroyo, ese que conectaba con uno de los ríos principales de Uruguay, recuerda cómo crecía, cómo cada dos por tres el agua terminaba rebalsando la casa de sus padres. De esa escena rescata los terrenos que rodeaban al hogar, espacios donde sólo parecía brotar una única planta, una espinosa, de tallos rastreros, una planta llamada abrojo. Florencia tiene, valga la redundancia, clavado como un abrojo su imagen esparcida en el entorno, en su niñez, el abrojo resistiendo: “Eran matas y matas de abrojo, y era aquel, digamos, mi lugar de juego”.

Aquella infancia, esas estampas de los abrojos dispersos por el hogar familiar, tejieron el imaginario de Florencia, actuaron tal vez como ciertos orientadores o se instalaron como disparadores de su propia vida. Hasta los 18 años vivió en aquella casa, fue con esa edad que emprendió el camino a Montevideo donde, motivada por su amor a la educación, comenzó a estudiar para ser profesora en el Instituto de Profesores, pero también, por las noches, estudiaba en la Facultad de Artes. Aquel viaje, de alguna manera, la desconectó del lugar donde había nacido. En Montevideo surgió entonces una pregunta que no lograba resolver. Una pregunta que ni la institución ni su casa, esa en la que no se atisbaba referencia artística alguna, encontraba la respuesta, pero que reiteraba en su cabeza: cómo habitar el ser artista, cómo encontrar los espacios para moverse, es decir: cómo ser artista.

“Decidí entonces ir a talleres de artistas, golpearles la puerta directamente, para ver si me podían ayudar, trabajar un poco con ellos, a cambio de quedarme un rato ahí para atender. Fui así dándome un poco contra las paredes. Había muchas cosas que no entendía, que me parecían súper difíciles, y volví a Florida”, explica. Y sucedió que, a mitad de la facultad emprendió este retorno a su ciudad natal, decidió además volver a su cuarto y convertirlo en su taller. De repente los abrojos retomaron su paisaje, su conciencia, y comenzó a trabajar con ellos, en un primer momento de una manera conceptual: “Me parecían, me parecen, super fuertes, resistentes, y simbólicamente y poéticamente muy potentes. Una planta increíble que tiene millones de años, que se mueve, que se traslada, que se adapta”.

De a poco, en ese pensarse y comprenderse como artista, empezó a mirar estos abrojos, a ubicarse en el mundo como una suerte de abrojo, a plantear la idea de comportarse como ellos, según las propias palabras de Florencia, “a habitar como esa planta estos ambientes artísticos que me resultaban un poco hostiles”.

Pero también la vida.

Investigando, visualizando, jugando un poco a ser botánica, como ella misma dice, presentó la obra “Autostop. Sistema de desplazamiento utilizado por los abrojos para trasladarse”. Se trataba de una fotografía de su cuerpo rodando en el piso. “Era una foto de larga exposición y parecía como una masa. Hacía referencia a meterme en ese lugar, y meterme además en el Salón Nacional, pero tomando ese comportamiento de la planta para entrar en el juego y poder decir lo que tenía que decir”, resume la artista. Añade que pensaba que sería una única obra, pero que se convirtió en una sola obra de diferentes capas de investigación sobre las plantas.

Y así es que el abrojo, tan acorde a su naturaleza, fue desencadenado otros caminos relacionados con conocer ese movimiento de las plantas.

El camino del abrojo: de Florida (Uruguay) a São Paulo (Brasil)

El abrojo pertenece a ese tipo de plantas a las que se acusa de maleza, descritas en ocasiones como mala hierba: esa flora que molesta, que se percibe invasora. El abrojo es asimismo una planta migrante, y como tal se traslada de un contexto a otro, de un lugar a otro, una planta en movimiento, desplazada, lo hace en general a través de la megafauna, en su pelaje, pero también a través de las ropas, enfundada en el neumático de un coche. Lejos de la mirada que las tilda de maleza, que sin duda refiere a ese cierto descontrol de su presencia, a su inevitable expansión, Florencia entiende y defiende que hay mucho que aprender de estas plantas, de estos seres que son espontáneos, que son insumisos, que nacen más fuertes, que se multiplican, que por su manera de habitar son indeseados. “Hay que mirarlas más, fijarse en ellas, mirar más hacia las plantas en el sentido de ver cómo sobreviven a transformaciones tan grandes, a territorios tan hostiles. Y para mí una de las capacidades que mejor se ven desarrolladas es cuando funcionan las plantas en grandes matas, los sistemas de agarre que tienen esas plantas migrantes, tan resistentes. Yo sobre todo trabajo con las que tienen espinas, que no son exactamente espinas pinchudas, si las observa de cerca son como ganchos, entonces esas grandes matas son grandes agrupamientos y eso me parece algo súper lindo de entender de una manera poética la grupalidad”, defiende.

Esta investigación que, en algún punto desde chica acompaña a Florencia, que se materializa a través de la fotografía, de la performance o el video, pero que además responde y se inmiscuye en lo personal, a través de su cuerpo, enhebrando su manera de habitar el mundo, le llevó en mayo de 2025 a viajar a la ciudad de Sao Paulo, en Brasil, para realizar una residencia artística. Siempre con algún ejemplar de abrojo en su mochila (o en la maleta), y la creencia imbatible acerca de su supervivencia y adaptación frente a las adversidades (la del abrojo, la suya propia), se dispuso a seguir excavando e ilustrando sobre estas plantas, recalcando en esta ocasión ese paralelismo que habla de la migración no solo vegetal, sino también humana.

Con este impulso se sumergió en una investigación en el Museu da Imigração de Sao Paulo. “Me interesaba venir acá a trabajar en este Museo porque tienen un archivo oral de relatos que me parece interesante como proyecto, que me gustaría replicarlo, por ejemplo, en Uruguay”, reflexiona.

En los últimos años Florencia estudió el cuerno del diablo. Su trabajo rescata esas plantas migrantes, indisciplinadas, espontáneas, como aquellos versos de Cristina Peri Rossi | Foto: Ángela Gancedo Igarza

Este Museo, ubicado en el barrio de Mooca (barrio histórico de la zona sudeste de la ciudad conocido por su fuerte migración italiana), mantiene el edificio que supuso el lugar de llegada para tantos miles de habitantes que fueron de a poquito armando este monstruo habitacional que supone Sao Paulo. Esta antigua hospedaria recrea en cada uno de sus recovecos el paso de esas personas migrantes, y a día de hoy, organiza eventos, charlas, talleres y exhibe exposiciones siempre de temática migrante. Gracias a la labor de archivo y hemeroteca, y a su posibilidad de acceso, pudo inmiscuirse en los archivos tanto escritos como sonoros de esas entrevistas en las que algunas de las mujeres dejaron constancia de su periplo. En las tantas horas de lectura de PDF, de escucha de registro, de análisis, de cierta fantasía, algo que llamó su atención fue la reiterada referencia que esas mujeres hacían a los lugares, a los del origen, aquellos que abandonaron, con los que se criaron, a los de la infancia; referencias también a esos paisajes que las recibieron, esos teñidos de novedad, que las saludaron al descender de los buques, esos que acompañaron las miles y miles de llegadas. “Se describe un vínculo muy lindo con el lugar, y con las plantas. Y si miras en las preguntas que les hacen, son preguntas que no tienen que ver con eso”, recalca la artista uruguaya. Decía la cineasta Agnès Varda que si abrieran a la gente encontraríamos paisajes, y en este sentido entendemos que ante todo el paisaje es memoria, o la memoria está rebalsada de paisajes. Un paisaje que nos remite, que nos invita, un paisaje que nunca deja de asumir y expandir historias. 

Añadía Varda, que si la abrieran a ella encontrarían playas. Podemos asimismo recordar algunos versos de ese poema del chileno Nicanor Parra en los que escribía: “Creemos ser país y la verdad es que somos apenas paisaje”.

Somos todo eso que vivimos, que contemplamos, somos ante todo, o recordamos ser, esos lugares que fueron nuestros escenarios.

En el relato recogido por Florencia se revelan hazañas, motivos, reacciones; se describen ante todo paisajes dispares. De todas experiencias, especial atención le llamó la de Rozalia y Helene Gal, dos hermanas nacidas en Hungría que llegaron a Brasil en 1949. En el audio ambas recuperan su niñez, que describen de humilde y agradable, tenían una huerta y se bañaban en el río. “La vida era más saludable”, dicen en algún momento. Florencia, con su labor y su cuidado, desentierra estas escuchas donde las hermanas Gal narran sus sensaciones al llegar a Brasil, también las comidas, relatan cuando pisaron esta tierra y vieron por primera vez una banana, la probaron y no les gustó. “Todo el día comíamos arroz y frijoles, siempre lo mismo. De Hungría fuimos a Río, y nos pareció muy lindo, cuando llegamos el mar estaba verde, verde como un tapete. Estuvimos dos semanas ahí, después fuimos a Sao Paulo. Recuerdo que nos llamaban bichos de agua porque vinimos por el mar”, cuentan entre risas en un audio que parece grabado hoy mismo, aquí, en el centro de São Paulo, en el espacio de arte Pivô, en pleno edificio Copan, a pocas calles de ese cruce famoso que supone Ipiranga con la Avenida São João, estas coordenadas desde donde trabaja el material, desde donde escucha, imagina, transmite y revive.  

Se entremezclan otros audios, se atienden otras miradas. “No sabíamos nada de Brasil, solo que era salvaje”, se escucha en un testimonio, “lloré mucho”, sentencia otro. 

Un árbol genealógico lleno de abrojos… y de mujeres

La idea de explorar algunas de las vivencias migrantes se enfocó siempre en las mujeres, era algo que la uruguaya quería desde el principio. Este deseo, o anhelo, o desafío, tuvo en parte que ver con cierta necesidad de reclamar a esas mujeres con las que se forjó, con las que creció. “Tengo el ejemplo de las mujeres de mi familia, tenían un carácter super fuerte para sobrevivir como mujeres en condiciones adversas y eso era algo que se enseñaba. Me invocaron esa necesidad de fortaleza, de coraza, de cuidarse y enfrentar el mundo”, explica. Mujeres que, entendemos, ya le inculcaron esa vida abrojo.

En su trabajo y en su práctica hay algo de volver a la infancia, a ese lugar que puede a veces herir, tocar o remover ciertas sensibilidades, ser disparador de conflicto, y por tanto fruto de inspiración, de urgencia en encararlo, de transformarlo, por ejemplo, en arte. Hay algo de esa huella, hay mucho del cuerpo, de sus cicatrices, también.

Si la infancia de Florencia tal vez fue condicionada por las reiteradas crecidas del río, desde luego no es menor la historia de su apellido, una historia que remite a la familia, que por supuesto habla de migración. Cuenta Florencia que cuando sus antepasados, oriundos de Italia, llegaron a Uruguay la persona que registró su apellido se equivocó. El que debía ser anotado como Silvestro quedó inscrito como Silvestre. Y de aquel Silvestre se desató una suerte de mandato, o de tradición (y la delgada línea entre ambas) según el cual los nombres de mujeres de su familia serían nombres de plantas, harían referencia a ese aspecto campestre, agreste, resistente, de lo silvestre. Si los nombres a veces sentencian, en el caso de los Silvestre (que no Silvestro) tal vez predestinan. “Todas las mujeres de mi familia llevamos nombres como Flor, Violeta, Hortensia… Simbólicamente, mi práctica tiene mucha carga familiar también”, afirma, siempre con una risa o una sonrisa que apela a lo irónico, que tal vez piensa en ese aspecto curioso que desatan las costumbres de familia.

Habla entonces Florencia de su tía abuela Rosa Blanca, de cuya existencia se enteró hace poco: “En esto de trabajar con la memoria, en ese reconstruir aquello que se silencia en las familias, supe que cuando mi familia llegó la adaptación fue muy dura, y esa hermana de mi abuela, se fue, no se sabe qué sucedió. Lo que circulaba en la familia es que se fue porque éramos pobres, pero lo que pasó es que fue omitida en todo el relato familiar, no hay registro de ella”

Florencia gracias al acceso a los archivos del Museu da Imigração investigó y recopiló testimonios de mujeres migrantes que llegaron a Brasil. En su estadía paulistana conoció, además, una planta típica: el carrapicho | Foto: Ángela Gancedo Igarza

Entre tanta laguna es relevante entender cómo llegó el nombre de Rosa Blanca a su vida: “Mi abuela sufrió de Alzheimer diez años, y en el peor momento de su enfermedad, ella hablaba y sus recuerdos no eran recientes, eran solamente los de su infancia. Entonces estábamos viendo la tele y de repente me pregunta: ¿ya hiciste la cama para Violeta y Rosa Blanca? Y yo le dije, ¿quién es Rosa Blanca? Y me dijo: mi hermana”, recuerda, y todavía arrastra un leve gesto de incredulidad. 

Irónicamente, la falta de memoria desató un relato memorial. “Me parece super tremendo que en una enfermedad donde el olvido es la característica principal, en un episodio de memoria de su infancia haya aparecido la presencia de esa hermana”, reconoce la artista.

En ese momento comenzó a preguntar a su madre, a las primas de su madre, sobre esta Rosa Blanca, sobre su existencia: “Me decían cosas tipo creemos que…, o, directamente, no sabemos”.

A veces la distancia, a veces la omisión, todo lo oculto, funcionan como una inevitable lanzadera para, justamente, acercarse, conocer: conocer para conocerse, podríamos añadir. Esa curiosidad (que es mucho más que curiosidad), esa suerte de epifanía, llevó a Florencia a intentar tejer una narrativa. En el aproximarse a su tía abuela, encontró algunos apuntes en libretas que le permitieron dar con direcciones y hacer entrevistas; tiene además las partidas de nacimiento, pero es lo único que posee, porque no hay fotografías, no hay nada. Se inmiscuyó en un camino farragoso pero también abierto, una senda sin apenas luminaria. Un recorrido en el que, gracias a la intuición, vislumbra tal vez otros motivos que nunca nadie había mencionado. “Tengo la necesidad de seguir buscando”, puntualiza la artista. Tal vez esas plantas silvestres, esa maleza incómoda, inapropiada, la mala hierba que dicen que nunca muere, que pelea y se adapta, pudo y puede trasladar un aprendizaje, cierta alegoría que explica el comportamiento, el mundo y su funcionamiento.

El yuyo como esperanza

La pesquisa de Florencia, que se debate entre el movimiento, el territorio y el cuerpo, el humano, el vegetal, percibió desde el principio que la ciudad de Sao Paulo no se trataba de un escenario cualquiera. Al llegar quiso descubrir qué había sucedido con esas plantas que estudia desde hace años. Lo que se encontró fue con un abrojo chico, uno que no crece, porque el suelo no se lo permite, parece otra planta pero es la misma: “Lo encontré en la ciudad, en los parques, en las orillas, a los costados de las vías, lugares donde pueden sobrevivir”.

En la ciudad de São Paulo, entre la urbe y el cemento, como ráfagas de luz, fue encontrando abrojos, yuyos, esas plantas que son consideradas mala hierba, que a la artista uruguaya le dan esperanza | Foto: cortesía Agustina San Martín

La ciudad de Sao Paulo no es una ciudad sencilla, por su extensión, por su exceso; podemos hacer en este sentido cientos de lecturas sobre ella, y una claramente refiere a la cuestión de la supervivencia, al desplazamiento, sin duda. Reconoce que al comienzo le costó mucho porque necesitaba salir, y llegar a los lugares le implicaba muchas horas. Pero entre todo ese asfalto y esa urbe que no terminaba nunca, se iba encontrando como matojos dispersos de yuyos, inmiscuidos entre los muros, los ladrillos, entre los adoquines del piso. Y entre tanto camino conoció el carrapicho. “Es una planta típica de acá, está como entera, armada y cuando se roza o pasa por la ropa se desarma y se engancha. Cada pincho es como una lancecita. Me pareció otra nueva forma, eso de que cada gancho se desprende de esa grupalidad para engancharse”, asiente desde este taller que por unos meses ha instalado en Sao Paulo. Había, por otro lado, algo de no ver el horizonte, una sensación que le ahogaba, una suerte de no saber para dónde tirar, no saber para dónde agarrar; de a poco fue entendiendo y acomodándose, comprendiendo que el lugar te va llevando, la propia ciudad te va modelando. Sin embargo, admite que al final, entre todo ese asfalto, lo que la aguanta, lo que la sostiene es toparse con este tipo de planta. “Andar caminando por ahí y no aguantar más la calle, el hormigón y de repente eso ahí sobreviviendo, creciendo con nada, con un poquito de tierra que queda ahí, polvo, crece. Trabajar con esto e ir detrás de esto pensando en que tiene sentido es lo que me mantiene. Creo realmente en esta potencia de enganche, de expansión, de mata de las plantas, tiene sentido para mí”, reflexiona la artista, que cuenta cómo esta experiencia de archivo y de escucha de relatos le hizo pensar en el olor, ya que muchos de los testimonios referían a tal sentido a la hora de reconstruir un paisaje. Florencia, que siempre viaja con un abrojo o un cuerno del diablo encima, explica que al agarrar aviones suele tener problemas para trasladarse con estas plantas en las fronteras. Para su próxima residencia, que será en París, ha decido entonces crear un perfume del cuerno del diablo. Una manera de poder impregnar la sala con su aroma, y por tanto, con su presencia.

La mirada y sensibilidad de Florencia, nos enseña que estas plantas migrantes siempre encuentran la manera, la forma, el camino de adaptarse, y continuar.

Imagen de portada: Florencia en el espacio de arte Pivô donde armó su taller por unos meses en São Paulo. | Foto: cortesía Agustina San Martín


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Es licenciada en Filosofía y Periodismo entre España e Inglaterra. Recuerda que su primer trabajo fue como librera en un pueblo del sur de Madrid. Un año después del 15-M —movimiento en el que participó activamente, como tantos de su generación— decidió dejar España y migrar a Buenos Aires, un lugar que la atraía por su cultura y, sobre todo, su literatura. Lo que pensó como una estadía breve se convirtió en once años de su vida y en una forma de estar en el mundo.
Equipo periodístico |  + notas

Es licenciada en Filosofía y Periodismo entre España e Inglaterra. Recuerda que su primer trabajo fue como librera en un pueblo del sur de Madrid. Un año después del 15-M —movimiento en el que participó activamente, como tantos de su generación— decidió dejar España y migrar a Buenos Aires, un lugar que la atraía por su cultura y, sobre todo, su literatura. Lo que pensó como una estadía breve se convirtió en once años de su vida y en una forma de estar en el mundo.


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