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A unas semanas de su estreno, la serie adaptación de Netflix del cómic del argentino Héctor Germán Oesterheld y del dibujante Francisco Solano López sigue generando un gran volumen de repercusiones: más allá de lo mediático a nivel masivo, las conversaciones en redes también dan cuenta de su impacto en la audiencia y, fundamentalmente, en las discusiones vinculadas a la llamada “batalla cultural”.

Durante la primera semana, a nivel mundial se generaron más de 800.000 menciones a El Eternauta en las redes, y se reiteró que la serie se posicionó como la más vista. De todo ese volumen, lo que más resaltó fue la percepción de orgullo y reivindicación de la cultura nacional, por parte de argentinos y argentinas que hicieron alarde de sus lenguajes, chistes y costumbres. Incluso se dijo, de manera jocosa, que con la llegada de la serie a Europa y Oriente, también “empezaron a jugar al truco en Japón”.

Héctor Oesterheld y un ejemplar de “Hora Cero”, del 4 de septiembre de 1957. Imagen: Wikimedia Commons

Es innegable la identificación cultural de la “argentinidad” que instala la visión del director Bruno Stagnaro sobre El Eternauta. Pero además, hay un punto constitutivo de esta construcción que tiene que ver con las migraciones y la dimensión identitaria; es decir, el entrecruzamiento cultural que también conforma “lo argentino” desde muchas generaciones atrás. Es lo que el antropólogo Néstor García Canclini denominó como “hibridación cultural”, con particular referencia a las identidades latinoamericanas, o el propio Rodolfo Kusch cuando escribía sobre el mestizaje.

En el cómic original, la generación argentina que había nacido en las décadas del 40 y 50 ya daba cuenta de la convivencia con las migraciones europeas: entre los amigos de Juan Salvo —el protagonista— estaban Alfredo Favalli, “el tano”, y Polsky, “el ruso”. En la serie vemos cómo esta adaptación se traslada fácilmente a la generación nacida durante los años 60.

Además, se muestra la realidad de la convivencia actual con migraciones de diversos orígenes. Por ejemplo, Pablo, que asiste a la misma escuela que Clara, la hija de Juan Salvo. Su origen no se explicita, solo se alude a él con un comentario casual de Salvo cuando encuentran a su familia: “son todos chinos”. También está Inga, la joven del delivery, que trabaja con su hermano y tiene un acento venezolano que sugiere una migración reciente.

La naturalidad de la historia y la cercanía de la ficción con la ubicación en el tiempo y espacio actuales nos interpelan a identificarnos con esa realidad, a reconocernos en esa historia. Porque cualquier persona en Argentina podría vivir una situación similar. A nadie le llama la atención ni resulta problemática la convivencia con otras nacionalidades y/o identidades culturales. En ningún momento se interroga ni se presenta como algo llamativo en el relato el hecho de que personas de otros países puedan formar parte, o siquiera entender, la “argentinidad”.

A su vez, también aparecen las migraciones desde Argentina hacia el mundo, particularmente en épocas de crisis: el personaje de Omar, como aquel que emigró a Estados Unidos al inicio del 2000, para luego volver. Y la amiga de Clara, la hija de Juan Salvo, que está por irse de viaje, en representación de una generación joven que, cada vez más, mantiene ese plan de vida.

El Eternauta forma parte de la cultura popular en Argentina. Foto: Fer Mut (CC BY-NC-SA 2.0)

Lo que rescatamos de estos cruces, de esta diversidad costumbrista —que suele ser una marca de Bruno Stagnaro como director— es, precisamente, la conformación de identidad. No es menor destacar que Stagnaro comenzó su carrera con el respaldo del sistema de fomento estatal al cine (INCAA), y se consolidó con obras como Pizza, birra, faso y Okupas. Hoy, esa trayectoria que se gestó con políticas públicas permite que se realicen producciones de calidad internacional como El Eternauta. Esto desmiente, en los hechos, el discurso de que es posible “hacer buen cine sin el Estado”.

Es importante destacar, asimismo, la dimensión histórica en la que se inserta El Eternauta. En esa “argentinidad” no solo están las migraciones y la interculturalidad, sino también los momentos de crisis: desde el origen de la propia historieta, que tuvo lugar en el contexto de la autodenominada “Revolución Libertadora”, pasando por la versión de fines de los sesenta, en consonancia con la radicalización política de la época, hasta El Eternauta II, de 1976, escrito por Oesterheld en la clandestinidad hasta su secuestro y el de sus cuatro hijas. Todo ello posee un correlato en la historia. Incluso temas tan caros para la historia argentina y latinoamericana como son los fenómenos del imperialismo y las fuerzas de ocupación (es decir, la invasión alienígena en la historieta), así como los coterráneos a su servicio, son notablemente advertibles en el desarrollo de la obra, tanto como la organización de la comunidad y la unidad pueblo-ejército, una premisa característica de algunos movimientos nacional-populares de la región.

La serie continúa este legado al representar enemigos “sin rostro”, que evocan formas de dominación invisibilizadas, como las dictaduras o el imperialismo. A diferencia de la ciencia ficción estadounidense clásica, centrada en amenazas externas como alienígenas o meteoritos, El Eternauta plantea una resistencia desde abajo frente a una amenaza que se filtra en lo cotidiano, lo cercano, lo propio.

Este héroe colectivo que postula la historia también se compone de la inclusión migratoria. Porque Argentina siempre fue y seguirá siendo hogar, pertenencia y resguardo para todo el que “quiera habitar el suelo argentino”. Y a pesar de la vuelta de los discursos que buscan cuestionar la vida de las personas migrantes en el país, o impulsar expresiones discriminatorias e incluso prejuiciosas para instalar una visión de país de carácter esencialista, la aceptación que recibe El Eternauta nos consuela. Porque nos recuerda que “la argentinidad” tiene un origen multicultural imborrable.

Y también porque seguir sosteniendo que “nadie se salva solo” es ya un componente de nuestro sentido común, que trasciende generaciones, clases sociales y hasta nacionalidades. Esa consigna, que late como núcleo ideológico de la obra, reaparece hoy como un antídoto frente al avance del individualismo, en tiempos donde la solidaridad y la organización colectiva vuelven a ser imprescindibles.

No es casual que, en medio de la ofensiva del gobierno de Javier Milei contra la cultura, la serie haya sido atacada por sectores oficialistas que primero la calificaron de “woke” y luego la usaron para deslegitimar el apoyo estatal a la producción cultural. Pero lo que este tipo de reacciones revela no es debilidad sino potencia: la de una obra que sigue siendo incómoda, disruptiva, y que interpela incluso décadas después de haber sido creada.

En ese sentido, la figura de Oesterheld persiste como un símbolo político y cultural de enorme fuerza: desaparecido por la última dictadura junto a sus cuatro hijas, su vida y su obra se funden como las de un artista al servicio de la causa nacional, cuya apuesta por la memoria, la justicia social y la lucha colectiva sigue latiendo en cada nueva relectura de El Eternauta.

Imagen de portada: captura de pantalla de Netflix.


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Equipo Periodístico |  + notas

Es comunicadora social y periodista, especializada en comunicación política. Sus raíces migratorias provienen de Italia y Francia, de donde sus antepasados arribaron a Argentina a principios del siglo XX.


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