Formado desde niño en las orquestas de Venezuela, Jesús Gómez migró a Buenos Aires con una convicción intacta: seguir tocando el chelo. Aunque la distancia con su familia y las dificultades de empezar de nuevo en otro país lo llevaron a abandonar temporalmente el instrumento, encontró un nuevo escenario en las calles porteñas. Hoy su música resuena en plazas y pasillos del subte, donde teje una red de afectos con quienes se detienen, lo escuchan y se conmueven junto a él.
Jesús Gómez, chelista venezolano, inició su camino musical a los siete años cuando ingresó a El Sistema, el programa de orquestas infantiles y juveniles de Venezuela. Allí no solo aprendió técnica y disciplina, sino que internalizó la música como una forma de pensamiento e identidad. A los diez años tuvo su primer chelo, y desde entonces se dedicó a este instrumento.
En 2017, ante el agravamiento de la situación en su país, se vio obligado a partir y emprender un extenso viaje por tierra con destino final en la Argentina. Atravesó Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia hasta llegar a Buenos Aires: “No fue fácil ese viaje, pasaron muchas cosas, pero llegué”, recuerda. Fue en el primer paso fronterizo donde vivió su primer choque con la experiencia migratoria: “Había como 300 venezolanos esperando a que les sellaran el pasaporte. Yo era uno de esos. Ese fue el primer encuentro con la migración: ver que no te dejan pasar fácilmente”.

Una vez en Buenos Aires, la adaptación no fue inmediata. Requirió de ajustes, tanto en la personalidad como en el estilo de vida, especialmente viniendo de un pueblo pequeño.
“Yo soy un personaje de los Andes venezolanos. Allá las personas son muy tranquilas, hablan despacio, hablan de usted y no se dejan llevar por la pasión sino por la cordura […] Llegué a Buenos Aires y tuve que trabajar en cosas que me sacaron todo lo que yo era”.
Durante los primeros meses en Buenos Aires, sin la documentación que le permitiera acceder a un empleo formal, empezó trabajando en restaurantes y comercios. La experiencia le significó un verdadero choque cultural. Cada nuevo entorno implicaba reaprender desde cero y lo hizo con la misma mentalidad rigurosa que lo había formado como músico. “Estudiar música académica no es simplemente estudiar patrones y ritmos. Es paciencia, es horas de dedicación para buscar la perfección y llevar tus límites a nuevos límites. Empecé a ver todo lo que me sucedía en la vida desde esa migración con esa mente”, explica. Ahora bien, la migración, a diferencia de la música clásica, no sigue una partitura. Para Jesús, esa contradicción fue un aprendizaje desafiante: “Todo ha sido muy complejo, porque buscar la perfección en la vida cotidiana de un migrante no existe”.
A pesar de las dificultades iniciales, nunca se alejó de la música. Aunque durante un tiempo no tuvo instrumento, no dejó de buscar la manera de reencontrarse con el chelo. Ese reencuentro llegó de la mano de Néstor Tedesco, profesor y director de orquesta, quien lo recibió, le dio clases, lo aconsejó y le prestó un chelo a cambio de colaborar en una orquesta infantil en la Villa 31. Ese gesto marcó el inicio de su regreso al mundo musical, esta vez, en los escenarios porteños.
Con ese mismo chelo volvió a estudiar escalas, se reconectó con su oficio y formó su primera banda con amigos: Cellofilia. El grupo lo llevó a tocar en todos los bares de la ciudad. Durante el día tocaba en las calles; por la noche, en los bares, muchas veces a cambio de una pizza o una cerveza: “Los bares de Buenos Aires tienen ese común denominador: no te pagan. Te pagan con visibilidad”, cuenta con resignación.
Con el tiempo, y ante el desgaste, decidió dejar de tocar en bares y volcarse por completo a la calle, donde encontró algo que los bares no ofrecían: una emoción genuina. “La gente se impresiona mucho, como que re flashean y viajan con la música, viven cosas, lloran, me abrazan, me felicitan. Es una experiencia loca la de la calle”. A raíz de esas presentaciones surgieron contrataciones para eventos, bodas y empresas. Y con esto, surgió una forma de vida.

En su relato, la música se presenta como algo mucho más que un oficio: es una forma de sanación, un ancla emocional. “Me siento como un doctor del alma”, afirma. Pero también es, para él, una forma de lucha: “Me gusta pensar que democratizo la música. La llevo a la calle, a la gente, sin máscaras, sin escenarios. Capaz eso los sana, como me sana a mí”. Con cada presentación en el subte o en alguna esquina de la ciudad, fue construyendo una comunidad afectiva. Muchas personas ya lo reconocen, se detienen y le agradecen. En esas conexiones se juega algo más que la interpretación de una obra: se crea un espacio de intimidad y sensibilidad compartida.
Su identidad como músico está atravesada por la nostalgia. La música venezolana, lejos de ser parte de su repertorio habitual, se volvió el refugio de su memoria: “Yo escucho mi música venezolana y me acuerdo de un desayuno con mi mamá, los almuerzos, de mis amigos… de todo. Prefiero dejar la música venezolana para momentos íntimos míos, de disfrute. […] No la toco en mi trabajo porque sería demasiado”, confiesa. En cambio, adaptó su repertorio a los grandes temas argentinos e internacionales. La influencia de su familia, y especialmente su abuela, fue fundamental en su sensibilidad artística. Su manera de hablar, de vincularse con amabilidad y respeto, de pensar la música como algo que se comparte, está atravesada por ese legado familiar.
“Yo escucho mi música venezolana y me acuerdo de un desayuno con mi mamá, los almuerzos, de mis amigos… de todo. Prefiero dejar la música venezolana para momentos íntimos míos, de disfrute. […] No la toco en mi trabajo porque sería demasiado”, confiesa Jesús.
En una era dominada por lo digital, Jesús reivindica la experiencia viva del arte. Hoy en día vive de lo que más le gusta: el chelo. Encontró en Buenos Aires una sociedad que, con sus matices, lo abraza. Está rodeado de amistades que construyó en la ciudad. Junto a la vorágine del subte, las veredas ruidosas y las plazas llenas de vida, encontró en el ritmo porteño energía que se convirtió en disfrute.
Sabe que, en la vida de una persona migrante, la colectividad es indispensable: “Eso es lo que pasa entre los inmigrantes, nos ayudamos entre todos porque no tenemos a nadie que nos salve, no tenemos familia”. Y es tal vez por eso que, en cada calle y en cada melodía que interpreta, va tejiendo una red invisible de afectos. Una comunidad y amigos que lo acompañan mientras él sigue tocando, incluso lejos de casa.
EB
Imagen de portada: Ema Balaguer junto a Jesús Gómez
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Licenciada en Relaciones Internacionales por la Universidad de San Andrés. Nacida en Francia, ha residido en Argentina y Chile. Cuenta con experiencia en gestión de personas refugiadas en el marco de su labor con ACNUR. Actualmente se desempeña como profesora de investigación en diversas instituciones educativas de la Ciudad de Buenos Aires.