Cada agosto, las calles de la “La Docta” se visten de música, colores y devoción para honrar a la Virgen de Urkupiña. Una celebración que une tradición, comunidad y esperanza.
La ciudad despierta con tambores, trajes bordados y danzas que pintan el asfalto con tradición andina. Tras una semana de preparativos, el gran día llega: cada agosto, Córdoba se convierte en escenario de una de las festividades más convocantes de la colectividad boliviana en Argentina: la fiesta en honor a la Virgen de Urkupiña.
La devoción viene de lejos, desde Quillacollo, Cochabamba, Bolivia, donde hace más de tres siglos una humilde pastora afirmó haber visto a la Virgen María sobre un cerro. La leyenda cuenta que la niña señalaba con su dedo el monte y decía en quechua “Jaqaypiña urqupiña” —“ya está en el cerro”—, frase que con el tiempo se transformó en el nombre con que hoy se la venera: Urkupiña.
El milagro viajó en la memoria y en el corazón de los migrantes, que llevaron su fe más allá de las fronteras. En Córdoba, la tradición encontró un nuevo hogar hace 40 años, cuando en el barrio Villa Libertador se realizó por primera vez el homenaje en su nombre. Desde entonces, cada agosto, miles de devotos se congregan en procesiones, misas y una explosión cultural que combina lo religioso, lo popular y lo festivo. Cultura folklórica, pagana y devota en honor a las raíces, los ancestros y la vírgen reúnen a toda la población.
El festival cordobés no solo convoca a la comunidad boliviana, sino que también participan argentinos y turistas atraídos por las morenadas, tinkus, caporales y diabladas, que hacen vibrar las calles al ritmo de bombos, trompetas y clarinetes. Pero detrás de cada brillo y cada danza hay un pedido común: prosperidad y abundancia. Es tradición ofrecer réplicas en miniatura de casas, autos o billetes, como símbolo de los sueños que se esperan alcanzar.
Este año, la parroquia Nuestra Señora del Trabajo reunió 75 figuras de la vírgen, llevadas por familias cordobesas y también por devotos llegados desde Salta, La Rioja, Catamarca e incluso Tierra del Fuego, para honrar a Urkupiña. Agua bendita y papelitos de colores inundaron las calles, mientras los “cargamentos” —vehículos decorados con telas, billetes, flores y pertenencias del hogar— recorrían el barrio en honor a la patrona.
El aire también olía a fiesta. Los aromas de salchipapas, anticucho, fricasé, chicharrón, sopa de maní, sajta, api y pasteles invitaban a prolongar la celebración en comunidad, saboreando cultura antes de volver a bailar. Una morenada por aquí, un caporal por allá, la diablada con su eterna lucha entre el bien y el mal, y más tarde una cueca y una saya que se ovacionaron.
La Virgen de Urkupiña ya no pertenece sólo a Bolivia. En cada rezo, en cada danza, en cada aplauso, se hace cordobesa, argentina, y universal. Así, la celebración se replica en cada ciudad del mundo donde la bandera roja, amarilla y verde flamea. La crónica de este año lo confirmó una vez más: la fe tiene música, tiene colores, y tiene el poder de derribar fronteras y unir comunidades. A viva voz se escucharon los himnos de Bolivia y de Argentina junto a un mensaje contundente: “gracias a este país que nos dio un hogar”.
La huella boliviana
Los migrantes bolivianos en Córdoba comenzaron a asentarse principalmente a partir de las décadas de 1960 y 1970, en el marco de las grandes corrientes migratorias internas y regionales que tuvo América. Fue a fines de los años 1960 cuando se consolidó una migración más numerosa, ligada a la búsqueda laboral en rubros como la construcción, la albañilería y el trabajo textil, el comercio y la horticultura.
La devoción por la Virgen de Urkupiña se volvió visible en Córdoba en los años 1980, cuando esos migrantes comenzaron a replicar la fiesta de Quillacollo en sus barrios. Para los 1990, la celebración ya reunía a miles de personas y se convirtió en un ícono de la colectividad boliviana en la provincia; que este año celebró su cuadragésima edición.
Hoy, la comunidad boliviana es una de las más numerosas y dinámicas del país. Villa Libertador, barrio del sur de la capital cordobesa, sigue siendo el epicentro de la congregación. Sin embargo, las familias se han dispersado a lo largo de toda Córdoba y de la Argentina, llevando consigo la cultura del trabajo y el esfuerzo, combinada con la música, danza y fe.
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Periodista, fotógrafa y viajera, mi vida es una hoja con palabras por escribir y una galería de imágenes que está tejiendo relatos que conectan vivencias, saberes y personas. Mis raíces son migrantes, mis abuelos maternos llegaron de Italia y mi abuela paterna de España, mientras que mi abuelo paterno tiene raices criollas. Nací en Argentina pero viví en España y en Australia. Soy una profesional comprometida que siempre va en busca de nuevas historias.