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A 13 años de la Ley de Identidad de Género, las personas trans migrantes siguen enfrentando una legalidad a medias que las invisibiliza, las criminaliza o las borra. Lo que ocurre cuando el cuerpo mismo se convierte en frontera.

En mayo de 2025 se cumplieron 13 años de la sanción de la Ley de Identidad de Género. Fue una conquista histórica que sigue siendo referencia internacional. Pero también una ley incompleta. Las personas trans migrantes no fueron pensadas como sujetas plenas de derecho, y su acceso al reconocimiento sigue condicionado por el lugar de nacimiento, el tipo de residencia, la nacionalidad y la burocracia consular.

El filósofo español Paul B. Preciado, en su libro Un apartamento en Urano, resume bien lo que significa la intersección entre migración y transición de género en nuestra sociedad:  

El cambio de sexo y la migración son las dos prácticas de cruce que, al poner en cuestión la arquitectura política y legal del colonialismo patriarcal, de la diferencia sexual y del Estado-nación, sitúan a un cuerpo humano vivo en los límites de la ciudadanía e incluso de lo que entendemos por humanidad.

Así, para enriquecer nuestro debate sobre este tema, que se encuentra más vigente que nunca en el marco de políticas públicas que pretenden desarticular y anular cualquier disidencia, analizamos los contextos de vida que atraviesan a las personas trans. Entendiendo ,además, cómo estos contextos se complejizan aún más en el caso de personas trans migrantes. 

Para ampliar nuestra experiencia, entrevistamos a dos mujeres trans que viven y conviven con las cuestiones apuntadas por Paul Preciado: Lara María Bertolini, activista travesti argentina, defensora y militante por los derechos de las personas travestis, transgénero y transexuales; y Rubí Ferrer de Grimaldi, trabajadora sexual trans y migrante peruana que reside en Italia. 

Violencias estructurales: la ciudadanía negada 

La violencia que atraviesan las personas trans, travestis y transexuales no es un hecho aislado, ni puede explicarse sólo en términos individuales. Se trata de una forma de violencia estructural que se reproduce en cada uno de los espacios que deberían garantizar derechos: la familia, la escuela, el trabajo, la salud, el acceso a la vivienda, la justicia, las fuerzas de seguridad y las políticas públicas.

Como señaló el activista Sasha Sacayán, este proceso constituye un “travesticidio social”: una cadena sistemática de expulsiones que despoja de ciudadanía a las personas trans, empezando por el entorno familiar y profundizándose en cada institución que las rechaza. Esta forma de violencia no siempre se manifiesta como agresión física, sino como negación cotidiana del acceso a los derechos más básicos, derivando en lo que se conoce como “des-ciudadanización”.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) identificó esta forma de violencia como estructural y vinculada a una lógica de control social: no sólo se agrede a una persona, sino que se envía un mensaje de disciplinamiento al resto de la comunidad disidente. De manera similar, el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW) reconoció en 2016 que la criminalización, el hostigamiento institucional y la exclusión sistemática constituyen una forma específica de violencia hacia las personas trans, y en particular hacia aquellas que migran, viven en situación de pobreza o ejercen el trabajo sexual.

Esta violencia también es simbólica. Se expresa en la negación de la identidad autopercibida, en el uso deliberado de nombres y pronombres incorrectos, en la invisibilización mediática, en el trato discriminatorio en oficinas públicas o centros de salud. Como ha afirmado la abogada Luli Sánchez, “la violencia tiene un fin simbólico: reponer la lógica cis y heterosexual como orden legítimo”.

Estas violencias se vuelven aún más agudas cuando se intersectan con el estatus migratorio. Las personas trans migrantes suelen ser tratadas por las instituciones no sólo como cuerpos indeseables, sino también como sujetos de sospecha, ilegalidad o castigo. Sin ciudadanía plena, sin papeles reconocidos o sin acceso a la salud, muchas quedan atrapadas en una contradictoria legalidad que, a la vez que las reconoce, las excluye y deslegitima.

La activista travesti Lara Bertolini sabe bien lo que significa la negación de la identidad autopercibida, porque hasta este momento ella sigue luchando para que el Estado la reconozca como una mujer travesti. Lara nos comenta que: 

Con la llegada de la Ley de Identidad de Género, me empecé a dar cuenta que el término “mujer trans”, en el contexto indoamericano que tenemos en la historia de cuerpos de dos espíritus o identidades de dos espíritus, no se condice el término “trans” que es un término colonial, en donde se borran todas las identidades intermediarias que hay en el término —travesti, transexual, transgénero. Empecé a discutir eso con el Estado argentino e inicié una demanda contra éste en el 2018 por el término “feminidad travesti”, que básicamente reconoce la identidad travesti que es una identidad latinoamericana, indoamericana. (…) Cómo podemos discutirle a un Estado los términos biologicistas mujer-varón, cuando hay una trans-hegemonía que nos impulsa a nosotras a ser varones trans y mujeres trans y olvidar la diversidad cultural e histórica que tiene Indoamérica respecto de las travestis, las transgéneros y las transexuales, sobre todo las travestis como excedidas en el sexo y el género siendo identidades políticas.

En noviembre de 2024, luego de tres años de espera, la Corte Suprema de Justicia de la Nación rechazó su pedido de incluir su identidad de género en el DNI, violando las convenciones internacionales y la responsabilidad que tiene Argentina con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. 

Lara Bertolini en la marcha. Foto: ortesía de Claudia Conteris

La ley de identidad de género: una autopercepción cautiva dentro de márgenes territoriales

En 2012, la Argentina sancionó la Ley 26.743 de Identidad de Género, un hito global. Por primera vez, un Estado reconocía el derecho a la identidad autopercibida sin exigir intervenciones quirúrgicas, diagnósticos médicos ni decisiones judiciales. En su artículo 1, la norma garantiza a toda persona el reconocimiento de su identidad de género, el libre desarrollo de su persona conforme a esa identidad y el trato digno en todos los ámbitos de la vida. No es necesario operarse, hormonarse ni ser evaluadx por nadie para que el Estado reconozca cómo una persona se nombra y se ve a sí misma.

Pero esa ley, escrita en clave universal, tiene omisiones específicas. ¿Qué ocurre cuando esa persona es extranjera? ¿Qué pasa cuando además de cruzar de género, también cruza fronteras?

La respuesta está en los pliegues de las normas complementarias: el Decreto Reglamentario 1007/2012 y las Resoluciones 1/2012 y 2/2012 del RENAPER y Migraciones. Allí se exige que cualquier persona extranjera que quiera rectificar su género en su DNI argentino debe contar con residencia legal permanente y con un documento consular que acredite que no puede hacer ese cambio en su país de origen. Dos condiciones difíciles de cumplir cuando se trata de personas que atraviesan violencias múltiples y son permanentemente excluidas.

En la práctica, la Ley de Identidad de Género no contempla la especificidad de las personas trans migrantes. Si bien en 2020 se flexibilizó el requisito consular por presión de organizaciones sociales (Resolución Conjunta 1/2020), el reconocimiento de identidad sigue condicionado a un estatus legal que no todas pueden alcanzar. Incluso cuando acceden a un DNI acorde a su identidad, su validez queda restringida al territorio argentino.

Mientras tanto, el documento de su país de origen sigue vigente. Así, una misma persona puede tener dos identidades legales, pero ninguna plenamente reconocida: una propia, autopercibida y elegida: válida sólo dentro de una frontera, y una impuesta, con la que no se identifica, que la persigue en todas las demás.

Lara Bertolini tiene una opinión muy clara sobre las fallas de la ley en este sentido:

Primero deshabita su patria, se convierte en apátrida, que es lo que habla siempre Hannah Arendt, y yo le remarco que se sube también otro modelo más de desapoderamiento que es la “apátrida-identitaria”: ya no solo no tenés la identidad de tu patria y estás en otro país, sino que en el país que estás por ser migrante se te vuelve mucho más difícil poder tener el derecho a la identidad, sobre todo a la identidad de género. La gran mayoría de las personas trans migrantes o desplazadas, para poder obtener su ciudadanía acá en Argentina, tiene que pasar un montón de procesos con su nombre originario sin respetar el autopercibido. Entonces, es una gran falla del sistema administrativo de migraciones, porque la ley es muy clara: se va a respetar la identidad a cualquier persona que esté dentro del territorio argentino. Si una compañera trans ingresa a este país, el acto administrativo primero es reconocer su identidad de género, más allá de las peticiones que hagan. Si no se cumple el primer precepto de la identidad, que es el principio de la dignidad humana, no se puede establecer un respeto hacia las personas migrantes o desplazadas”. 

Lara con Adolfo Pérez Esquivel. Foto: cortesía de Lara Bertolini.

Yendo aún más a fondo en su crítica a la Ley de Identidad de Género, Lara señala como problema principal que, en la reglamentación, los legisladores no indicaron la apertura de los campos identitarios en el Documento Nacional de Identidad. Actualmente, en el DNI sigue existiendo el campo de sexo, al cual se agregó una tercera “opción” no binaria: el sexo X. Para ella, este “sexo X” es, en realidad, una restricción identitaria que subsume a todas las identidades que no corresponden al sexo binario.   

Lara reflexiona también sobre este aspecto cuando nos relata el proceso de escritura de su libro “Soberanía Travesti”:

Si a Amancay Daiana Sacayán la mataron por travesti, ¿por qué yo no puedo ser reconocida travesti en vida? Empecé a hacer un compendio histórico, una discusión, ¿dónde quedamos las travestis en un sistema administrativo binario? En ningún lado. Entonces, tantas leyes que crearon para que en el sistema administrativo no haya nada y terminemos chocando contra una pared todo el tiempo. La gran mayoría de los juicios contra personas trans, siendo acusadas o víctimas, tienen esas lagunas jurídicas de no poder establecer un marco teórico identitario. Yo hablo de la interseccionalidad del feminismo, por un lado, y la transversalidad identitaria por el otro; entonces vos tenés un cruzamiento que hace puntual la identidad de esa persona y específica la situación de la persona. Si intentamos traducir a una identidad travesti desde las teorías feministas con la teoría de la interseccionalidad, se pierden muchas cuestiones referidas a esa identidad para poder hablar en un marco teórico que se acentúe también en la praxis real de la vida de esa persona y encontramos un lugar con muchas cosas vacías. Ese fue el germen.

En este sentido, la crítica del feminismo decolonial, como el de la activista dominicana Ochy Curiel, al feminismo blanco y hegemónico, permite articular una mirada más amplia sobre los límites estructurales de las leyes que, aunque inclusivas en apariencia, siguen siendo hijas de una matriz colonial, binaria y estatal. Curiel plantea que el feminismo dominante, incluso en América Latina, ha sido modelado por parámetros eurocéntricos que invisibilizan las experiencias de las mujeres y disidencias del sur global. Propone una descolonización del feminismo que relocalice las luchas en sus contextos específicos, reconociendo la conexión entre racismo, sexismo, colonialidad y capitalismo como matriz de dominación. En ese marco, advierte que las identidades son estrategias políticas, no esencias, y que el sujeto del feminismo no puede seguir siendo “la mujer” blanca, mestiza, cisgénero y de clase media.

Esta crítica se torna fundamental cuando se analiza la situación de las personas trans migrantes, cuyas identidades son desautorizadas no solo por el Estado-nación sino también por un feminismo que reproduce lógicas de exclusión en nombre de una supuesta universalidad. Curiel propone una genealogía feminista construida desde las experiencias situadas, desde los bordes, desde los cuerpos que han sido objeto de disciplinamiento histórico. Su mirada habilita la posibilidad de pensar una ciudadanía más allá del marco legal restrictivo: una ciudadanía encarnada, pensada desde los cruces de raza, clase, sexualidad, nacionalidad y corporalidad. En términos de la Ley de Identidad de Género, esto implica no sólo abrir los campos identitarios en el DNI, sino también desmontar la idea misma de que la legalidad puede agotar el reconocimiento, porque mientras las leyes sigan ancladas en lógicas de control estatal y categorización binaria, seguirán reproduciendo la exclusión que “pretenden” erradicar.

Respecto a esta cuestión, Lara es muy precisa:

Por ejemplo, las personas trans que son de pueblos originarios también están tomando esta lucha y se van uniendo a esta movida, que yo entiendo que excede al feminismo hegemónico, porque ya son cuestiones identitarias que, si bien las puede abrazar el feminismo, las violencias las excede al mismo movimiento feminista. No es lo mismo como matan a una trans que como matan a una mujer biológica o cisgénero, ni que hablar de una persona trans de pueblos originarios, y ni que hablar de una trans migrante desplazada. (…) A la violencia estructural de una persona trans en la Argentina hay que sumarle cuando una persona trans es migrante desplazada. La violencia es mucho más fuerte porque por el hecho de ser desplazado migrante ya se abren muchos más caminos de discriminación.

Sin embargo, también resalta que, a pesar de sus falencias, con la ley de género, entre otras conquistas, hablamos de derechos ganados:

Todos esos derechos lo que hacen es elevar el promedio de vida de las personas trans. Vos sin salud no podes sobrevivir más de 35 o 40 años; sin el cupo laboral trans quedas subsumida en la prostitución y todas las consecuencias que hay; y sin la ley de Identidad de Género estaríamos como en los 90 que nos mata quien quiera.

Lara durante una marcha. Foto: cortesía de Lara Bertolini.

Ni de acá ni de allá: existencias en disputa

A esta situación se suma la Ley 25.871 de Migraciones, sancionada en 2004, que si bien reconoce la migración como un derecho humano (art. 2) y prohíbe la discriminación por nacionalidad, género o situación económica (art. 13), no considera las identidades trans ni otras formas de disidencia sexo-genérica. La ley exige que, para radicarse, una persona extranjera debe presentar documentación en regla, certificados penales del país de origen y medios de subsistencia. Todo eso queda fuera del alcance de muchas personas trans migrantes, cuya vida ha estado marcada por la expulsión familiar, la violencia institucional o la huida.

Además, el artículo 29 de la misma ley prohíbe el ingreso o permanencia de personas que “promuevan la prostitución o lucren con ello”. Esa redacción ambigua ha sido utilizada como excusa para perseguir a mujeres trans migrantes que ejercen el trabajo sexual como forma de sobrevivir, incluso en ausencia de explotación o redes de trata. Organizaciones como OTRANS Argentina han denunciado que, aunque la Argentina no penaliza el trabajo sexual autónomo, este artículo sirve como herramienta para impedir radicaciones, deportar a migrantes o justificar detenciones arbitrarias.

La situación se agravó entre 2017 y 2021 con el Decreto de Necesidad y Urgencia 70/2017 del gobierno de Mauricio Macri, que habilitaba expulsiones sumarias sin sentencia firme para personas en situación migratoria irregular. Muchas personas trans migrantes fueron detenidas sin acceso a defensa, y algunas deportadas. Recién en 2021, el DNU fue derogado por el gobierno de Alberto Fernández (Decreto 138/2021). 

Sin embargo, en mayo de 2025, este enfoque regresivo y punitivo fue reactivado con una nueva reforma migratoria impulsada por el gobierno de Javier Milei, que refuerza mecanismos de control, endurece requisitos de permanencia y facilita procesos de expulsión. Esta nueva avanzada consolida un modelo de política migratoria centrado en la exclusión y la criminalización, profundizando las barreras para el acceso a derechos y afectando especialmente a los colectivos más vulnerables.

El cuerpo como pasaporte

Migrar y transicionar son prácticas que comparten una potencia disruptiva. Ambas suponen dejar atrás una identidad impuesta, atravesar una forma de desarraigo y construir otra manera de habitar el mundo. Son decisiones que desafían al sistema porque rompen con la idea de que el cuerpo es estático, que la identidad es fija e incuestionable y que la pertenencia está determinada por nacimiento. 

Una persona trans migrante vive, muchas veces, lo que se denomina “sexilio”: una expulsión forzada de su entorno por razones de identidad. Pero en los países de destino, como Argentina, esa persona encuentra nuevos obstáculos: papeles que no coinciden con su imagen, trámites imposibles, controles policiales y rechazos sociales. Y a esto se suma una legalidad que, aunque no siempre lo dice, actúa como si no existiera.

Como señala la profesora en Estudios de Género de la Universidad de Arizona en muchas de sus publicaciones, Eithne Luibhéid, los regímenes migratorios están hechos para proteger un orden social, sexual y racial. Por eso excluyen, invisibilizan o hipervisibilizan a quienes no se ajustan. Las personas trans migrantes no solo son vistas como “otras”, sino como amenazas al modelo binario, nacional y heterosexual sobre el que se edificaron las nociones de Estado-nación-ciudadanía.

Migrar puede ser una elección, pero el cuerpo trans nunca deja de pagar

Rubí Ferrer de Grimaldi es una mujer trans peruana que migró a la Argentina a los 20 años, donde vivió hasta los 33, y que hoy reside en Italia. A diferencia de tantos relatos marcados por el exilio, Rubí remarca que ella eligió migrar. “Fui yo la que decidió irse. No me sentía yo, y no podía seguir escondiéndome”, recuerda.

En Argentina, Rubí encontró una sociedad más abierta y receptiva a la diversidad de género que en su país natal: “El argentino tiene la mente más abierta, nunca sentí discriminación por ser trans”. Pero al migrar a Italia, el escenario cambió: “Acá es totalmente lo contrario. La gente es muy cerrada, muy conservadora. Nunca vi una trans trabajando en un banco o en un supermercado, como sí se ve en España o Francia”.

Rubí Ferrer de Grimaldi en el Coliseo de Roma. Foto: cortesía de Rubí Ferrer de Grimaldi

Rubí también denuncia cómo se acentúa la experiencia migrante en Europa: “En Argentina no suelen preguntarte de dónde sos. En Italia todo el tiempo te hacen saber que no sos de acá. Por tu acento, tu color de piel, tu ropa”. La doble extranjeridad, por ser trans y por ser migrante, marca su cotidianeidad: “Acá, si no tenés documentos todo es más difícil”.

Sin embargo, ella sabe que la vida de una mujer trans suele ser mucho más difícil: “si entramos más a fondo en lo que es ser una chica trans, migrante, te puedo decir, el sufrimiento es un 80% y alegrías un 20%.  Yo supe manejarme en el mundo trans y tuve suerte, pero muchas no tienen la misma suerte”.

Rubí enfatiza en que su historia no es la misma de todas, pero que, sin embargo, ella también sufrió, solo que hoy elige no pegarse a ese sufrimiento:

Como siempre lo he dicho, lo he pensado, y sé que fue, es y será así a través del tiempo: nosotras existimos para darle color a este mundo gris.

Cuerpos como fronteras: el derecho a habitar(los)

Reconocer una identidad sólo dentro de las fronteras nacionales no es inclusión: es fragmentación. Una ley no puede ser verdaderamente justa si sólo funciona para quienes están adentro.

Lo que falta no es solo ajustar normas. Falta repensar la idea misma de ciudadanía. ¿Quién puede ser nombradx como ciudadanx? ¿A quién se le permite existir plenamente en un cuerpo, en un nombre, en un territorio? ¿Qué cuerpos son legalmente posibles? ¿Hay cuerpos que valen más que otros?

Las personas trans llevan años respondiendo esas preguntas con sus vidas. Pero también denunciando, organizando, resistiendo y exigiendo algo tan simple como radical: el derecho a ser, a habitar, a transicionar y a elegir, sin que eso implique quedar fuera.

Como Rubí, que nos mostró que detrás de cada vida trans, hay una historia que contar sobre conquistas y derechos:

No siempre son golpes, no siempre es sufrimiento. Porque si siempre nos van a hacer ver como débiles, como que el colectivo sufre, la gente va a pensar que sólo es así. En realidad, el colectivo trans es más fuerte que cualquiera. Para ser trans hay que ser muy fuerte: de cabeza, de cuerpo, de todo. 

O como Lara, que, fruto de su lucha, está conquistando y disputando espacios desde la apropiación del conocimiento:

En algún momento de mi vida dije “tengo que hacer historia de alguna manera”. El lugar legal está, es lo que me gusta. Entonces yo quiero hacer historia, no quiero hacer nada más. ¿Qué le voy a dejar a este mundo? Le voy a dejar una huella de algo para que sirva y se recuerde parte de la lucha del colectivo. Eso es, dejar y hacer historia, creo que es lo más importante, y que te juzgue la historia. 


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Antropóloga. Se especializa en el campo de la antropología forense, particularmente en temas como las desapariciones en democracia y la violencia de género. Su familia tiene raíces en Alessandria, Calabria, Cataluña y Roma. Le gusta el mar, escribir, viajar y conocer nuevas historias.

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Periodista recibida en TEA, fotógrafa y estudiante de Letras en la Universidad de La Plata. Conurbano bonaerense como identidad. Con raíces italianas y españolas.

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Es Licenciado en psicología por la Universidade Estadual Paulista (UNESP/Brasil), con un magíster en Derechos Humanos y Sociedad, Migrante brasileño, reside en la Argentina desde 2018. Actualmente cursa la carrera de periodismo en la Universidad Nacional de Avellaneda (UNDAV).


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