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La Junta Militar había ordenado que la operación debía ser “incruenta, sorpresiva y de corta duración”. Horas antes, el teniente general Leopoldo Fortunato Galtieri -en su carácter de comandante en Jefe- había conversado telefónicamente con el presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan. Ante la preocupación del mandatario estadounidense por el inicio de un conflicto a gran escala, Galtieri desarrolló una larga exposición acerca de los derechos argentinos sobre el archipiélago. Reagan, por su parte, recordó la histórica relación que unía a los Estados Unidos y Reino Unido, y hasta remarcó su estima personal hacia la primera ministra Margaret Thatcher. Pero nada de esto fue suficiente para torcer la decisión del gobierno de facto. La suerte estaba echada y se había alcanzado un punto de no retorno. 

El 2 de abril de 1982 la operación se puso en marcha según lo planeado. A primeras horas, grupos de comandos anfibios y buzos tácticos desembarcaron con el fin de despejar las playas de minas u obstáculos para los vehículos. Los 85 marines reales y los poco más de 100 milicianos británicos no representaban una gran oposición. Para las 9:30 horas, el gobernador de Puerto Stanley, Rex Hunt, había firmado la rendición. Tras 149 años de ocupación, el pabellón nacional flameaba, ya sobre Puerto Argentino. La Operación Rosario, bautizada en honor a la Virgen que Santiago de Liniers había invocado en 1806 durante las primeras invasiones inglesas, había culminado exitosamente. 

Lo que comenzó ese mismo otoño fue la Guerra de Malvinas. Este conflicto, además del involucramiento de sus actores principales, sacudió el tablero geopolítico de la región. Los países latinoamericanos se encontraron ante la disyuntiva de condenar la intromisión de una potencia extracontinental en el Atlántico Sur, o asumir el riesgo de contradecir el posicionamiento de Estados Unidos. Además, existía una hipótesis concreta de que Chile podía involucrarse respaldando a las fuerzas británicas. Esto no hacía más que alentar a ciertos rivales de la nación trasandina a tomar posición, una que tal vez les permitiera dirimir viejas disputas. En definitiva, la Operación Rosario, inesperada por muchos, dio comienzo a una serie de acontecimientos que mantuvieron en vilo al continente durante los meses subsiguientes. 

Más allá de las respuestas diplomáticas enarboladas por las cancillerías de cada país, cabe destacar el impacto del conflicto entre las sociedades civiles, y en particular, en la población migrante latinoamericana radicada en la Argentina. Existen registros que dan cuenta de una auténtica oleada de voluntarios, quienes aún sin ser argentinos de nacimiento, se mostraron dispuestos a contribuir a la defensa de la soberanía de las islas de cualquier modo en que les fuera posible. 

Errores de cálculo geopolíticos: enemigos íntimos y aliados inesperados

La Junta Militar que comandaba los destinos de la Argentina afrontaba una crisis sin precedentes desde el golpe cívico-militar del 24 de marzo de 1976 que la encumbró en el poder. En medio de una severa crisis económica y cuestionada por los crímenes de lesa humanidad que ya eran conocidos por gran parte de la ciudadanía, se buscaba dar un golpe sobre la mesa que restaurara la legitimidad perdida ante la sociedad civil. Fue así como la “cuestión Malvinas” se presentaba como un instrumento propicio para exaltar sentimientos nacionalistas, bajo el amparo del legítimo reclamo de soberanía sobre las islas del Atlántico Sur. 

En el Reino Unido, el gobierno conservador de Margaret Thatcher no estaba exento de problemas domésticos. En medio de una grave recesión, un riguroso plan de ajuste de corte neoliberal había erosionado la popularidad de la mandataria, cuya gestión se enfrentaba a fervorosas protestas. Así, el desembarco argentino ofreció una oportunidad inmejorable para alinear a la opinión pública tras su liderazgo, que le reclamaba la recuperación de los territorios de ultramar. 

El plan original de la cúpula militar recibió el nombre de D+5. Esencialmente, se pretendía ocupar las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sándwich del Sur, para luego de 5 días retirar las tropas, dejando en el territorio solo una pequeña guarnición. De este modo, se esperaba iniciar una negociación diplomática cuyo saldo se preveía positivo. Esta expectativa se cimentaba en una serie de proyecciones que, una a una, demostraron su carácter errado e ingenuo. Por un lado, se fantaseaba con la posibilidad de que Reino Unido no respondiera a la agresión. Por el otro, en caso que lo hiciera, se especulaba que Estados Unidos honrara su compromiso con el TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca), antes que responder al llamado de su socio estratégico en la OTAN. Por último, se confiaba en un alineamiento del Consejo de Seguridad de la ONU tras la causa argentina, salvaguardada en última instancia por el poder veto de Unión Soviética o China a la resolución 502, que instaba al retiro inmediato de las fuerzas militares. 

El D+5 se desmoronó en cuestión de días. La resolución de la ONU del 3 de abril obtuvo 10 votos favorables de los 15 en disputa, incluyendo el de Estados Unidos. Solo se contó con el apoyo de Panamá, mientras que China y Unión Soviética se abstuvieron. El TIAR demostró ser un instrumento ideado para que la Casa Blanca cuente con el apoyo de las naciones latinoamericanas ante un hipotético ataque soviético, pero que de ningún modo implicaría una ruptura con la OTAN. Para fines de abril, fracasados todos los intentos de mediación diplomática y con las tropas británicas ya encaminadas hacia el archipiélago, Reagan calificó a Argentina como “país agresor” y acreedor de sanciones económicas, mientras que garantizó la cooperación militar con Londres. 

Fue así como, tan solo un mes después de la Operación Rosario, el país gozaba de un nuevo estatus de paria internacional. Incluso en América Latina, Paraguay, México y Brasil se pronunciaron neutrales, aunque existen evidencias de un apoyo “encubierto” brasileño, tanto logístico como económico. Lo cierto es que fueron pocas las naciones que se atrevieron a declarar un apoyo manifiesto. En un escenario donde primaba la cautela, se destacan los casos de Cuba, Bolivia y Perú, países que se posicionaron más abiertamente detrás de la postura argentina. 

Se acomodan las piezas del tablero regional

La portada del diario Clarín del 4 de junio de 1982 ofrecía una imagen que pocos habrían imaginado semanas antes. En ella se daba cuenta del encuentro descontracturado que habían mantenido el canciller argentino de la dictadura, Nicanor Costa Méndez, con el máximo exponente de la izquierda en el continente, Fidel Castro. El gobierno cubano, entonces ocupando la presidencia pro témpore del Movimiento de Países No Alineados (MNOAL), no escatimó en esfuerzos para apoyar el reclamo argentino de soberanía sobre Malvinas. La incursión de un ejército extranjero en continente americano parecía razón suficiente para tender lazos entre dos gobiernos ubicados en antípodas ideológicas. 

Pero la isla del Caribe no fue el único país que se alistó tras la reivindicación argentina. La República de Bolivia, gobernada en esa época por una dictadura militar al mando del general de ejército Celso Torrelio Villa, fue otra de las pocas naciones solidarias con la causa de sus vecinos. Un antecedente histórico puede servir para explicar esta toma de posición; en 1833, enterado de la noticia de la invasión inglesa a las islas, el gobierno de Santa Cruz, bajo el mando del mariscal Andrés de Santa Cruz y Calahumana, llegó a enviar cartas de protesta al rey Guillermo IV del Reino Unido y al primer ministro de aquel entonces, Charles Grey. Casi un siglo y medio después, la reacción boliviana continuó en la misma línea. El general Natalio Morales Mosquera, entonces comandante de la FAB (Fuerza Aérea Boliviana), declaró que Bolivia pondría a disposición aviones caza y su infraestructura aeroportuaria, brindando un apoyo no solo moral, sino también material.

Estas expresiones no pasaron desapercibidas en Londres. Bajo la advertencia –o amenaza– de aplicar severas sanciones a la industria minera, el pilar económico del país, la diplomacia boliviana no tardó en recomendar un repliegue hacia una postura de neutralidad. Sin embargo, menos conocida es la posición adoptada por la sociedad civil. Hacia el 26 de mayo de 1982, el entonces gobernador de facto de Salta, Roberto Augusto Ulloa, junto al Centro Boliviano de Salta y la Federación de Excombatientes Bolivianos de la Guerra del Chaco, anunciaron a la prensa que aproximadamente 25.000 ciudadanos bolivianos residentes en Argentina se habían ofrecido como voluntarios para combatir en defensa de la soberanía sobre las islas. Además, según el Informe Rattenbach, numerosos jóvenes bolivianos y argentinos de origen boliviano -muchos de apenas 17 y 18 años cumpliendo su servicio militar en las provincias fronterizas de Salta y Jujuy- fueron movilizados durante el conflicto. Sin embargo, en el libro “Los Chicos de la Guerra” de Daniel Kon (1983), se deja entrever que estos conscriptos habrían sufrido maltrato y discriminación por parte de sus oficiales con un particular ensañamiento.

En el caso del Perú, su apoyo durante Malvinas no se limitó a la esfera diplomática, ya que también incluyó soporte material. Bajo el gobierno constitucional de Fernando Belaúnde Terry, cuya primera presidencia había sido depuesta por un golpe militar en 1968, Lima cerró filas de inmediato tras la causa argentina. Obligado a exiliarse en Buenos Aires, Belaúnde Terry podría no tener el mejor recuerdo de los militares argentinos. Se estima que, producto de la histórica relación entre las fuerzas argentinas y peruanas, no había sido recibido de la mejor manera. A pesar de esta paradoja, a poco de iniciado el conflicto, el gobierno peruano ofreció su solidaridad sin titubeos. De buena relación con los Estados Unidos, Belaúnde asumió incluso un rol de vocero y defensor de los intereses argentinos ante el país del norte. 

Paralelamente y en secreto, en el plano militar, se aprobó el envío de 10 aviones Dassault Mirage de la Fuerza Aérea del Perú (FAP), bastante similares a los IAI Dagger de la Fuerza Aérea Argentina, junto con municiones y otros materiales de guerra. Las aeronaves habrían partido de Arequipa y aterrizado en Jujuy, atravesando el espacio aéreo boliviano. Para ilustrar el grado de compromiso de los peruanos, es sabido que varios de los pilotos que arribaron a tierras jujeñas se ofrecieron para combatir en las islas, aunque finalmente se limitaron a cumplir labores de instrucción. Además, se había analizado la posibilidad de enviar armamento soviético en poder de la FAP. Esta opción fue desestimada por motivos técnicos y políticos. Por un lado, los argentinos hubieran requerido un largo entrenamiento para familiarizarse con una tecnología militar que nunca habían empleado. Por otro lado, la intención de Lima era que el apoyo material y logístico no fuera descubierto por Londres, y que se encontraran este tipo de armas en batalla podría haberlo puesto en evidencia.  

Los posicionamientos de Bolivia, Perú y Cuba, dos miradas sobre sus motivaciones

Para explicar el apoyo de estos tres países a la Argentina durante la guerra bastaría con echar mano a la noción de hermandad latinoamericana. Sin embargo, existen teorías más suspicaces que no se conforman con esta respuesta y buscan ahondar en motivaciones geopolíticas y estratégicas. 

En el caso de Cuba, pensar en un alineamiento con Reino Unido y Estados Unidos resultaba inimaginable. Pero la dictadura de derecha con sede en Buenos Aires tampoco despertaba ninguna simpatía ideológica. A pesar de ello, se cree que, para el gobierno revolucionario de Castro, mantener una sede diplomática en un país relevante del Cono Sur servía para evidenciar una nueva suerte de pragmatismo que se quería mostrar de cara a la comunidad internacional. La dictadura militar argentina, por su parte, buscó en el vínculo con La Habana “maquillar” los asesinatos, torturas y desapariciones de militantes de izquierda, especialmente ante los ojos de Europa. Esta relación de mutua conveniencia podría bastar para explicar la postura cubana durante el conflicto. 

Los casos de Bolivia y Perú también permiten poner en disputa la cosmovisión más romántica de la ayuda incondicional a una nación amiga, frente a otras hipótesis que se sustentan en una reacción frente “el enemigo de mi enemigo”. Las consecuencias de la Guerra del Pacífico (1879-1884) aún tensaban las relaciones entre estos dos países y Chile. Como saldo de aquel conflicto, Bolivia perdió su salida al Pacífico, mientras que Perú cedió perpetuamente el departamento de Tarapacá y la comuna de Arica. A pesar de que habían transcurrido casi 100 años, estas heridas permanecían abiertas. Argentina, por su parte, también tenía cuentas por saldar con la nación trasandina. Entre 1971 y 1978, una disputa territorial por el Canal de Beagle colocó a ambos países a las puertas de una guerra, que se evitó casi exclusivamente por la intervención del Papa Juan Pablo II. 

Sin embargo, el dictador chileno Augusto Pinochet tenía en claro que un resultado favorable para la Argentina en su disputa por Malvinas podía ser sucedido casi de inmediato por una avanzada contra Chile. Así lo reconoció en una entrevista el jefe de la Fuerza Aérea durante la guerra de 1982, Basilio Lami Dozo, quien en 2009 afirmó que “después de las Malvinas pensábamos atacar Chile”. El propio Galtieri, a poco de comenzado el conflicto contra los británicos, llegó a pronunciar en un discurso “que saquen el ejemplo de lo que estamos haciendo ahora porque después les toca a ellos” (en referencia a los chilenos). Ante esta posibilidad, Pinochet, quien compartía ideario económico y político con la ministra Thatcher, brindó un apoyo crucial a la potencia que se enfrentaba a sus vecinos al otro lado de la Cordillera. Sidney Edwards, el oficial enviado por “la Dama de Hierro” para tejer la alianza con la dictadura chilena, afirmó “que la ayuda que recibimos de parte de Chile fue absolutamente crucial; sin ella, hubiésemos perdido la guerra”.

Dada esta situación, un análisis que pretenda ahondar en las motivaciones bolivianas y peruanas para colaborar con Argentina, pero que ignore el apoyo chileno a Reino Unido y la hipótesis de una continuidad del conflicto, resultaría incompleto. De igual forma, no se puede negar que la idea de un eje Buenos Aires– La Paz–Lima que imperaba hacia los años setenta también se cimentaba en lazos de fraternidad históricos. Es cierto que estos podrían creerse circunscriptos únicamente al ámbito de las Fuerzas Armadas de cada país. Pero las revelaciones sobre los voluntarios bolivianos, o la encuesta de mayo de 1982 que arrojó que el 85,8% de los peruanos respaldaban a la Argentina, dando cuenta de una simpatía notoria entre la población civil, que es posible rastrear incluso al día de hoy. 

En definitiva, es difícil concluir si los contextos políticos, estratégicos y militares de la época tuvieron más o menos peso que los lazos afectivos para explicar los posicionamientos de las naciones andinas durante el conflicto del Atlántico Sur. Posiblemente tampoco sea necesario circunscribirse a una única respuesta.  Más probable es que, finalmente, el delicado equilibrio de fuerzas continental que se encontraba en disputa haya actuado como el combustible que estas hermandades históricas precisaban. Las que sin dudas se extienden entre los pueblos de estos países, y que a 43 años de culminada la guerra, se mantienen vivos en el imprescriptible reclamo de América Latina por las Malvinas Argentinas.

Equipo periodístico |  + notas

Periodista y Licenciado en Comunicación. Con raíces familiares en Italia, España y Lituania. Diletante de la música, historia, geopolítica y filosofía.


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