Cecilia Álvarez tiene 63 años, dos hijas, cinco nietos; trabaja como cocinera durante la semana y los domingos se reúne con la Comparsa Kimba, el grupo con el que se prepara para asistir a las llamadas de baile y desfiles de candombe, tanto en Argentina como en Uruguay.
Si bien ella nació en Uruguay, y recuerda con fascinación los desfiles de comparsas en las calles montevideanas cuando era chica e iba con su mamá, su decisión de formar parte como protagonista en una comparsa la tomó después de cumplir los 50 años de edad, ya viviendo en Argentina.
“Un día, hace como 8 años ya, estaba siguiendo a unos amigos que bailaban y me entró una cosa. Pensé, cómo me gustaría participar. Y les dije: che, veo que no tienen Mama Vieja, me gustaría participar, esa comparsa era la Color de León, que la había armado Martín Bauer. Y bueno, enseguida enloquecieron, me mandaron a comprar la tela para hacerme la ropa en julio y ya en agosto debuté, la primera llamada”.
En el candombe rioplatense, la Mama Vieja es una figura ancestral que encarna la sabiduría y la guía espiritual de la comunidad afro. Representa a la mujer mayor, respetada y poderosa, y suele aparecer como una figura robusta, con pollera larga, blusa, pañuelo en la cabeza y un abanico o sombrilla que acompaña sus movimientos con elegancia.
“Y una vez que estuve ahí es un cambio, es un sentimiento, es una cosa. Yo tengo problemas de rodilla, pero he ido hasta con la rodilla al hombro, porque querés ir igual. Es como que te baja, no sé, te baja la entidad, no sé qué será pero es algo que lo disfruto. Es siempre los domingos temprano, así que me levanto, picoteo algo y a veces hasta sin comer me voy. Pero quiero disfrutar mi momento, mi domingo”.



La “llamada” indica el evento. El sonar del tambor reúne a las comparsas listas para el candombe. Y la comparsa se compone de distintos personajes: los principales son el Gramillero y la Mama Vieja. “La Mama Vieja es la señora mayor, la señora grande que da consejo. El Gramillero es el compañero brujo, digamos, que te daba los yuyos”, aclara Cecilia. En el candombe, este personaje acompaña a la Mama Vieja, y baila acompasadamente junto a ella. Su figura simboliza la herencia sapiencial africana de las hierbas y gramíneas.
La palabra candombe viene de la adaptación de un término del kikongo —lengua bantú de diferentes regiones de África— que significa “relativo a los negros”, “cosa de negros”. Tanto la música como el baile remontan a ese pasado mítico. Cecilia explica que “eso acompaña todo lo que viene de los afrodescendientes. Cuando van tocando el tambor, esa cadencia que llevan es porque los esclavos estaban encadenados, entonces el arrastre de los pies marca el ritmo. Entonces la forma de caminar e ir tocando, cuando se conectaban entre todos, se conectaban mediante el sonido del tambor. Así que eso era movilizador, porque claro, no tenían cómo expresarse ni cómo hablarse, pero era por medio de los tambores”.
En la familia Álvarez la música y el arte fueron trascendentales. Para Cecilia, ahora es lo que la conecta con su esencia, con las mujeres, con su pasado y también con su descendencia: sus nietos la siguen muchas veces en los ensayos y también una de sus hijas está iniciándose en el candombe: “el carnaval es algo que llevás en la sangre, y ya las familias crecen con eso. Los que tocan el tambor ya nacen con eso, los ves de chiquitos, que agarran cualquier cosa y ya quieren un tambor para colgarse. Y después cuando crecen los ves tocando con sus papás”.
La historia familiar
Cecilia vivió en Montevideo, Uruguay, hasta sus 24 años. Ella es la mayor de cinco hermanos, que decidieron venir a vivir a Argentina cuando su mamá falleció en 1982 por una infección de tétanos, producto de una mala praxis en el tratamiento de reuma. María Méndez de Álvarez tenía 42 años y era pilar fundamental para sus hijos. En Argentina residía el padre de Cecilia, Walter Francisco Álvarez, que se dedicaba a la música y por aquellos años integraba la banda Katunga. Sin embargo, para Cecilia y sus hermanos, la ausencia de su papá los marcó: “Él se olvidó de su familia y de sus hijos. La que se deslomó laburando fue mi mamá para criarnos y sacarnos adelante. Yo sufrí mucho porque tenía mucha conexión con él, pero, bueno, sentimos el abandono”, evoca Cecilia. “No obstante eso seguimos, porque teníamos a nuestra mamá. Por eso, cuando la perdimos, fue lo peor que nos pudo pasar”.
Al tiempo de fallecer su mamá, los hermanos de Cecilia decidieron ir a vivir cerca de su padre. Ella permaneció en Uruguay junto a su abuela, hasta que un día en 1985 vino de visita y no la dejaron volver más: “Me sacaron los documentos, me rompieron el pasaje, me decían: ‘¿Qué vas a volver a hacer allá?’ (risas). Y bueno, yo tenía un novio en Uruguay que me vino a buscar como tres veces y al final decidí quedarme con mi familia. Porque si bien estaba con mi abuela, me faltaban mis hermanos. Después mi papá me consiguió un trabajo de cocinera, en la esquina de casa, en un bar de uruguayos que él iba y ahí ya arranqué a trabajar cocinando”.



Cuando llegaron a Argentina los hermanos se instalaron en el barrio porteño del Abasto. Todos eran adolescentes y tenían alrededor de 20 años cuando empezaron a trabajar, a tener su independencia y a reunirse los fines de semana en el Tropitango. “Y salíamos a bailar, teníamos un lugar que nos juntábamos los uruguayos en Constitución, el Tropitango se llamaba. Venían orquestas de Uruguay, así que cada semana veías caras nuevas que se habían venido. De repente mirabas y era como estar en Uruguay, era tanta gente de allá que vos decías: ‘Guau, mirá, vino fulanito’. También venían todas las semanas conjuntos de música, y eso duró años. Ahí conocí a mi marido, en el Tropitango, en el 86. También era uruguayo y tenía su banda, Cumanacao”.
Para Cecilia, ahora es lo que la conecta con su esencia, con las mujeres, con su pasado y también con su descendencia: sus nietos la siguen muchas veces en los ensayos y también una de sus hijas está iniciándose en el candombe: “el carnaval es algo que llevás en la sangre, y ya las familias crecen con eso. Los que tocan el tambor ya nacen con eso, los ves de chiquitos, que agarran cualquier cosa y ya quieren un tambor para colgarse. Y después cuando crecen los ves tocando con sus papás”.
Ya casada, con quien es actualmente el padre de sus hijas, Cecilia se dedicó al trabajo de ama de casa y a la crianza. Como consecuencia de ello, cuando se divorció 25 años después tuvo que reinsertarse en el mundo laboral: “Dije, bueno, voy a hacer lo que me gusta y publiqué en Facebook que buscaba trabajo de cocinera. Justo engancho una amiga que me dice: ‘Chechu, qué bueno, caíste parada. Acá necesitamos a alguien’. Era una rotisería en Lanús, se iba su compañero de vacaciones así que fui y quedé. Teníamos que tener dos heladeras llenas de comida, había que hacer tartas, empanadas, los rellenos, poner pollos, asado y vacío en el spiedo. Y arranqué de nuevo”. A partir de ese momento no dejó de trabajar. Pasó por diferentes cocinas de restaurantes, parrillas, pizzerías. También trabajó limpiando casas y oficinas, y sigue hasta el día de hoy, mientras también cuida a sus nietos los fines de semana.
La discriminación en Buenos Aires
Sin embargo, ser una mujer negra en Buenos Aires la hizo vivir constantes situaciones de discriminación: desde personas que cuestionaban que no tuviera una bebé negra, empleadoras que la ponían a prueba dejando “fajos de guita abajo de las almohadas”, acusaciones injustas de robo en locales comerciales, obstáculos en las entrevistas laborales y exigencias sin sentido en los trabajos de limpieza. Muchas veces tuvo que enfrentarse a esas situaciones y “hacerse valer”: “Una vez me acuerdo en un trabajo que junté mis cosas y me fui. Le dije a la señora: págueme, llego hasta acá. Yo no estoy para que me revisen mis cosas y digan que soy una ladrona. Porque si soy una ladrona me dedico a robar, si estoy trabajando limpiando pisos es porque me estoy ganando mi dinero. Yo no soy así, y me fui”.
Cecilia recuerda que cuando llegó al país “no había tantos negros” y se sentía “como un bicho raro”. Para ella, esa es una de las diferencias con Uruguay: “De hecho, los negros acá en Argentina no figuramos en los libros. No figuran en la historia los ejércitos de negros que había, con capitanes, no existen. Sin embargo eran ejércitos, los que iban al frente eran los negros y eso en la historia no está. En Uruguay sí. Mi abuelo, Luis Serapio Méndez, figura en los libros porque peleó en las guerras y de hecho mi abuela cobraba una pensión militar por eso. Tuvo su reconocimiento”. Además, agrega que su bisabuela era argentina, nacida en Corrientes: “Ella sería hija de esclavos, por la edad, porque ella falleció cuando yo tenía 8 años. Así que ella estuvo en Corrientes hasta que en un momento echaron a los negros de Argentina y terminó en Uruguay. Pero yo tengo familia de Brasil, de Uruguay y obviamente que venimos todos de allá arriba, de África”.
La historia argentina, al igual que el Estado, todavía tiene deudas pendientes con la población afroargentina y esta invisibilización se traslada a la cultura, donde también persiste cierta mirada racista y la creencia de que los orígenes argentinos son exclusivamente europeos.
En contraste, el predominio de comparsas y el fortalecimiento del candombe como símbolo nacional es moneda corriente en Uruguay. El candombe montevideano fue declarado patrimonio cultural de la Humanidad por la UNESCO y el carnaval es el evento del año para muchos uruguayos y uruguayas. Cecilia cuenta que tiene la suerte de poder volver cada tanto a visitar a sus amigos y parte de su familia. Y ahora que forma parte de la comparsa, su sueño es desfilar en una llamada allá: “Imaginate si llego a ir yo por Isla de Flores, que es la calle donde se hace tradicionalmente la llamada toda la vida, desde que yo era chiquita e íbamos con mi mamá, ahora que soy una mujer grande, una señora mayor. Yo me muero, pero tengo que cumplir ese sueño”.
A pesar de todo, Cecilia también reitera que está muy feliz en Argentina, Incluso el 8 de Marzo participó por primera vez en la movilización de mujeres, con su personaje de Mama Vieja, y pudo contactar con muchas otras mujeres migrantes con las que empezó a formar amistades: “Amo este país, amo Argentina. Extraño mi país, sí, pero estoy tan arraigada acá, con mis nietos, mis amigos, que no me iría a vivir a otra parte, además yo puedo decir que la pasé bien. A pesar de los detalles, no me marcaron. Sé lo que soy”.
Es comunicadora social y periodista, especializada en comunicación política. Sus raíces migratorias provienen de Italia y Francia, de donde sus antepasados arribaron a Argentina a principios del siglo XX.