Los derechos humanos en general asisten, sin cuestionamiento ni retaceos capciosos, a migrantes. No es posible un mundo vivible, un mundo humano que no reconozca y haga efectivos esos derechos de quienes se ven obligadas y obligados a salir de su mundo, de su contexto geocultural, y sufren distintos tipos de discriminaciones en su nueva situación, en sus nuevos contextos y que pueden extenderse en el tiempo.
Humanidad equivale a tal reconocimiento permanente, efectivo, concreto. “Soy hombre. Nada de lo humano me es ajeno” escribía en latín, en el año 165 o 163 a.C, el dramaturgo Terencio, esclavo africano en Roma, liberado por su amo. Esa tesis de humanidad —de un migrante— debería ser hoy ya obvia, casi innecesaria de recordar. Sabemos que no lo es ante los embates de inhumanidad y crueldad desatados sin freno que debe soportar la persona llamada diferente, otra, diversa.
Quien migra aparece como tal y, para escarnio de la propia humanidad, la nuestra, la humanidad de quienes se consideran o nos consideramos diferentes, otros, diversos de aquellas personas a quienes así discriminamos, nos acusa hasta el punto de enjuiciarnos justo en esa humanidad que ostentamos. Nos lleva a preguntarnos sin eufemismos sobre la calidad y alcance de nuestra personal, social y política humanidad. Cuando lo obvio no se vive en los hechos como tal y hay que reponerlo constantemente, es decir, cuando sabemos que nosotros mismos discriminamos a las personas migrantes en todos los planos de la vida cotidiana, entonces esa discriminación nos acusa a fondo sobre qué tipo abaratado de humanidad somos.
Entre los derechos humanos de los migrantes, que no son generalidades declamatorias sino exigencias concretas a las sociedades llamadas “de acogida”, se echa a menudo de menos, habida cuenta de la condición intercultural de toda persona humana, haya o no debido verse obligada a la migración, el derecho a un trato intercultural desde el fundamental cimiento de la reciprocidad amistosa, dialogal, participativa. Esa condición humana intercultural constituye otro desafío para las relaciones y para formar una conciencia digna para con las y los migrantes. Hablamos no tanto de la básica dignidad de migrantes cuanto de una conciencia digna en quienes se encuentran en la ventajosa posición de recibirlos en sus territorios, en sus estados, en sus sociedades.
“Soy hombre. Nada de lo humano me es ajeno” escribía en latín, en el año 165 o 163 a.C, el dramaturgo Terencio, esclavo africano en Roma, liberado por su amo. Esa tesis de humanidad —de un migrante— debería ser hoy ya obvia, casi innecesaria de recordar. Sabemos que no lo es ante los embates de inhumanidad y crueldad desatados sin freno que debe soportar la persona llamada diferente, otra, diversa.
Dicho de otro modo, nuestra dignidad humana se dignifica ante el/la migrante en la medida en que nuestra actitud humana fundamental se deje transfigurar por el espíritu intercultural. Se trata de una apertura del universo cultural que nos conforma y que puede suspender y hasta criticar su propia clausura cultural para dejarse informar y formar por la cultura del que nos llega en condición de migrante. El migrante es riqueza humana añadida positivamente a nuestra riqueza humana, como todo otro u otra para cada uno.
Cabe, empero, añadir de inmediato que es imposible semejante proceso intercultural sobre la base de una disparidad, rayana en lo escandaloso, de las condiciones de vida del migrante, particularmente del migrante pobre. Dicho de otro modo, en la medida en que los derechos humanos concretados en su totalidad para la vida real, cotidiana de la migrante, del migrante pobre —también de toda persona que debió abandonar su casa, su país, y hasta los sostenes de su singular cultura— en la misma medida, decimos, que no se verifiquen, la actitud intercultural se hace sólo posible como eficaz demanda comprometida por que alcancen todos y cada uno de los derechos que todavía no les asisten. Pensamos que se trata del primer principio intercultural veraz, real.
Para realizar y autenticar el principio intercultural “en espíritu y en verdad”, es necesario, antes que declamaciones, crear espacios prácticos, en diversos o posibles ambientes, de convivialidad entre grupos y personas de culturas diferentes y hasta incompatibles.
La práctica irá dando el modo, el “método” de comprensión y realización intercultural, más que una teoría. Esta última no debe ser menospreciada, porque abre dimensiones desde experiencias y reflexiones con historia y, por lo tanto, con luces para una creatividad intercultural libre y, es necesario decirlo, liberadora.
Uno de los aspectos necesarios a observar es que las culturas no son entidades abstractas, acabadas ni uniformes. Son vida de grupos o colectivos mayores o menores de personas humanas, con todos los dinamismos que la vida manifiesta. Por ello, están signadas, además de muchos elementos comunes, también por conflictos, contradicciones, luchas de poder, interpretaciones internas sobre lo determinante de cada cultura, etc. Por esa condición de la naturaleza humana de toda cultura o, como se afirmó, de la naturaleza cultural de lo humano, y como el propio nombre de cultura denota el mencionado dinamismo, la humanización y los derechos humanos en su totalidad y plenitud pueden fundar el criterio ético para los cometidos de la interculturalidad.
Acá surge un aparente círculo vicioso: si la realización de los derechos humanos de las personas migrantes requiere la práctica y la creación de ámbitos de interculturalidad y estos ámbitos se legitiman desde la vigencia de esos mismos derechos de los migrantes y su realización humana, se puede objetar a ambos, derechos humanos e interculturalidad, como inviables o circularmente sin resolución real posible. De otro modo, al condicionarse mutuamente derechos humanos e interculturalidad, se puede desesperar de un mundo posible de convivialidad liberada, especialmente para migrantes o miembros de culturas no hegemónicas en contextos hostiles para estas últimas.
Sin embargo, precisamente la condición recíproca de ambos términos retroalimenta y “cierra” el circuito posible a tal liberación de grupos, personas o culturas migrantes, sea externo o dentro de las fronteras de una jurisdicción nacional, provincial, etc.
(…) las culturas no son entidades abstractas, acabadas ni uniformes. Son vida de grupos o colectivos mayores o menores de personas humanas, con todos los dinamismos que la vida manifiesta. Por ello, están signadas, además de muchos elementos comunes, también por conflictos, contradicciones, luchas de poder, interpretaciones internas sobre lo determinante de cada cultura, etc. Por esa condición de la naturaleza humana de toda cultura o, como se afirmó, de la naturaleza cultural de lo humano, y como el propio nombre de cultura denota el mencionado dinamismo, la humanización y los derechos humanos en su totalidad y plenitud pueden fundar el criterio ético para los cometidos de la interculturalidad.
Si decimos que se debe reconocer en la práctica a todo grupo de personas migrantes o a todas las personas migrantes solitarias, especialmente pobres, la satisfacción de todos y cada uno de los derechos humanos por la simple y profunda razón de su condición humana, ello significa que estos derechos no pueden realizarse en plenitud cuando no se parte de una actitud, de un espíritu y de una práctica creativa intercultural que abra la propia cultura que acoge o recibe a las y los migrantes a su realización desde sus raíces, valores, tradiciones culturales propias. En ello consiste la posibilidad de convivencia plena entre ambos, migrantes y sus culturas en utopía posible armónica con, junto a ámbitos jurídicos, sociales, políticos, religiosos, pedagógicos, etc. de quienes les reciben sin prejuicios y los cuidan en su vulnerabilidad.
Así como la interculturalidad exige la vigencia concreta de los derechos humanos de las personas migrantes, recíprocamente, estos derechos humanos de migrantes no son posibles sin una puesta en práctica de la interculturalidad.
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Carlos María Pagano Fernández es docente (jubilado) de Filosofía en niveles superior no universitario y universitario. Es doctor en Filosofía por Universidad Técnica de Aquisgrán (RWTH Aachen, Alemania), con una tesis centrada en el pensamiento de Rodolfo Kusch. A lo largo de su carrera, ha estado comprometido con diversas luchas, particularmente en defensa del Derecho Humano al Agua y de causas ambientales. Sus raíces familiares se encuentran en España e Italia, y reside en Salta (Argentina).